Mostrando entradas con la etiqueta viviendo al filo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta viviendo al filo. Mostrar todas las entradas

14 febrero 2012

Otra vez una vez más


El ruido, ensordecedor y persistente, no vaticina nada bueno. Tampoco la fuerte vibración que viene desde abajo y me estruja el estómago. La gente finge que no pasa nada -uno delante hace que duerme, detrás dos charlan en tono distendido y el de al lado oye jazz percutiendo los dedos en un intento de hacerme creer que lo está disfrutando-, pero nos desplazamos, a gran velocidad, dando botes, en una oscuridad crepuscular. De pronto, nos paramos, el motor se acelera y la vibración se hace insoportable. Tengo la sensación de estar dentro de un toro que, plantado frente al cielo, lo mira retador. Intento perderme en el bosque de números naturales de un sudoku, pero no lo consigo. Y permanezco así, permanecemos, casi un cuarto de hora, mientras noto mis tripas crujir y disolverse.

Reestudio la cara de la gente -ya lo había hecho en la sala de espera- y hago dos grupos: inmortales triunfadores y vergonzantes miserables a punto de morir. Después de todo, morir da muchísima vergüenza: ¿por qué has de ser tú, y no los otros, el bobo que desaparezca? Llega de atrás el llanto de un bebé y lo imagino muerto antes de llegar a pronunciar su primera palabra. Súbitamente, empezamos a movernos de nuevo. Rugen los motores. Avanzamos. A trompicones. Cada vez más deprisa. Veo tornillos que se desenroscan, cristales que revientan, alas que se quiebran, gente, definitivamente, con cara de cadáver mirándome. Una chica observa por encima de sus tetas enormes cómo clavo los dedos en el apoyabrazos y trato de mantener la compostura, pero el puto aparato no acaba de elevarse y sigue acelerando, indefinidamente, a gran velocidad. El corazón me late desbocado y me cobijo otra vez en el sudoku. Escribo un 9. Correcto. Ya hemos despegado. Nos elevamos. Cierro los ojos. Pero siento que el avión parece descender, y que se eleva, y que vuelve a bajar, y los tengo que abrir. Ya se ven allá abajo las luces de la ciudad, pero no soy capaz de mirar. Un alien como el que siento royéndome la tráquea podría estar ahí fuera destrozando a mordiscos el frágil fuselaje. Qué hostias hago yo aquí. No soy un pájaro. No soy Lindbergh, no soy Amelia Earhart, ni da Vinci. No tengo sus malditos intereses. Crecí en el suelo. Uso los pies. Y acepto de buen grado que la gravedad deje caer sobre mí todo su peso de mierda. Pero no escarmiento.

Alcanzamos por fin la horizontalidad y la gente, ajena a la experiencia suicida en que se encuentra, se muestra relajada. Los motores, ahora más sedados, crean una falsa sensación de seguridad. Se me taponan los oídos. Una niña corre por el pasillo desequilibrando el avión y me entran ganas de darle una hostia, pero me contengo. Por los altavoces, la tripulación se presenta y dice que pasará a continuación con el carrito de la bebida y la comida. Me tranquiliza que sea de Madrid, porque eso lo mismo ayuda en el aterrizaje. Medio narcotizado, enciendo ahora la Nintendo para evadirme del funesto escenario.

Tras la tercera Heineken, tengo ya un punto y echo mano de N-Plants, el disco que Biosphere, inspirado en centrales nucleares japonesas, publicó premonitoriamente un mes antes del desastre de Fukushima. Mientras oigo Genkai-1, tengo la impresión de que no nos movemos. Ni una jodida turbulencia. Intento imaginarme en el salón de casa, pero, salvo por la cantinela del altavoz, que quiere vendernos algo, no estaría allí más tranquilo. Parece que flotamos. Sin embargo, no me dejo engañar, porque morir puede no ser más que eso. Flotar. Tu alma flotando en una gélida y aséptica central nuclear, ajena a los isótopos, mientras suenan con dulce cadencia interruptores, turbinas, mecanismos, clicks… y tú te apagas. Cierro los ojos y veo a mi primo en un bar diciendo cuánto detestaba yo volar. ¡Joder, al final se mató en un avión! El tío de algún modo lo intuía -le responden-, ¡qué increíble! Y yo me avergüenzo oyéndoles, porque, ya lo he dicho, lo peor de morirse es la vergüenza.

Suena ahora Ôi-1 y su cadencia marcial marca el rumbo a esa muerte probable tanto tiempo anunciada. Iniciamos el descenso. Extraños ruidos bajo mis pies me impulsan a hundirme de nuevo en el sudoku. El aparato se ladea, tal vez demasiado, y veo cesio extenderse pesadamente por el suelo, de un lado para otro, mezclándose con el estroncio acumulado por los recovecos de este sarcófago volante. Imagino una cuarta Heineken. Luego un ron. Me obligo a no pensar. Pero el avión bota y rebota. Por favor, abróchense los cinturones y enderecen los asientos. Estamos atravesando turbulencias. Taquicárdico, busco desesperadamente algún signo luctuoso en la cara de las azafatas, pero estarán también fingiendo, porque se ven tranquilas.

La fanfarria nuclear de Biosphere y el ruido de los motores conforman un mundo desasosegante mientras nos precipitamos bruscamente a la izquierda. Pongo de urgencia a Sidonie (Vamos por el bosque, el día muere hermoso y joven), pero no cambia nada. Por un instante, miro de reojo por la ventana y veo Madrid debajo. Se oye un chirrido prolongado, probablemente de los alerones tratando de desplegarse sin lograrlo, y empiezo a despedirme de muchos conocidos. Mientras me esfuerzo en imaginar sus caras con detalle, el capitan dice algo por los altavoces que la música no me permite entender. Se oye otro ruido inquietante. Como si el tren de aterrizaje tampoco pudiera liberarse. Debemos de estar cerca del suelo. Me duele la espalda, el pelo, las uñas. De pronto, incomprensiblemente, el avión se queda parado en mitad del cielo. Perplejo, me vuelvo a la ventanilla y veo Madrid acercarse a gran velocidad. Debería creer en dios ahora. El ruido es ensordecedor. La tetuda me mira. La gente disimula. Como en una tragedia griega, estamos a punto de pagar por el pecado de la ὕβρις.

Cuando por fin tocamos tierra, muchos aplauden mientras yo floto en un limbo indescriptible. He vuelto a salvar el pellejo. Otra vez. Probablemente, la última.


29 septiembre 2010

Mondo Cesare

Abres los ojos. Y no crees lo que ves. Y te restriegas los párpados hastiados en el alcohol y la vigilia de la noche anterior. Y los cierras de nuevo, para corroborar lo que se da por cierto a horas tan tempranas: estás soñando y no hay de qué preocuparse. Aprietas los ojos para aferrarte a un sueño, un chute de inspiración gratuito en una mañana preñada de sensaciones hiperlíricas sustitutivas.

Cuando los vuelves abrir, sabes que no pasa nada aunque estés en el cruce de Fratelli Bonnet (Raspberry Beret suena en mi cerebro alucinado). Piaggios, hondas, vespas, lambrettas y yamahas escupidas como en Mario Kart se abren paso entre autobuses desquiciados y coches locos que escupen con desprecio sobre pasos cebra absorbidos por el tiempo y la espaguetinidad en un septiembre húmedo y tórrido. Y piensas con sosiego en los seres queridos, porque en la jungla de asfalto romano que te circunda, en tu delirio matutino, nada es real, pero el roce metálico de la muerte está ahí, persiguiéndote, aunque sea mentira.

Frenas como un resorte cuando, al echarte a la derecha para esquivar a un motorino que te adelanta por la izquierda, te encuentras con una reata de motos que te sobrepasa como una exhalación por ese mismo lado hacia el que te apartas y no hay espacio para ti. Vas a morir en tu sueño de mierda y cierras otra vez los ojos y te dejas conducir por un pasillo donde ya empiezas a ver una luz blanca.

Tratas de sobreponerte a no sabes qué y elevas los parpados por un momento: estás parado ante un semáforo en Mondo Cesare. No sabes cuál es tu carril y los coches y las motos se apelotonan hasta no dejar ningún resquicio por el que respirar, pero no te importa, que les den por culo, tú estás viviendo un sueño. Te descubres repitiendo una y otra vez, sin saber por qué, misto restrallo, misto restrallo, misto restrallo. Es absurdo, porque en Isla Calavera, de niños, llamábamos misto restrallo a una china que se tiraba al suelo y soltaba chispas. Pero tú ahí, repitiendo una y otra vez misto restrallo, misto restrallo. Llegas a pensar que estás enloqueciendo, pero tú, a tu bola, pasas, porque cuando despiertes nada de esto estará sucediendo.

Cuando salta el verde, salen los coches y las motos en tropel, todos antes que tú, y tus retrovisores quedan mirando al este y al oeste, pero a ti no te importa. Sigues avanzando entre humos pesados y polveri sottili que no te afectan en tu naturaleza onírica y piensas que estás durmiendo con tu chica al lado y que son sólo cosas de tu alter-ego lo que ves. Si estuvieras despierto tratarías de comprender cómo el ayuntamiento no recoge mil cadáveres diarios de las avenidas, pero no te lo preguntas, es mejor disfrutar tratando de esquivar el autobús 115, que entra por la derecha como un demonio, y, cuando lo consigues, descubres que has llegado a la curva donde murió Cesare.

Imposible saber si el joven Cesare murió de un accidente circulatorio o cerebrovascular, como imposible es saber si fue como motorista o peatón, sin embargo, cuando dejas a tu derecha su foto, ya has llegado por fin al Trastevere, tu nuevo hogar, y tu chica te espera a punto de despertarse. Sería estupendo, tras tanta adrenalina segregada, echar un buen polvo matutino, pero, a estas alturas, ya no sabes si tu chica es una fantasía o si Cesare fue una aplastante realidad.


14 septiembre 2009

Homo homini homo

Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit
Plauto (254-184 a.c.)

El martes pasado fui a perderme solo al recién inaugurado René Magritte Museum en el Mont des Arts. Hablar del valor de Magritte como pintor surrealista y figura poliédrica de la primera mitad del siglo XX no tiene aquí sentido, porque no soy quien ni este es el sitio, pero me impresionó una frase suya grabada en una pared. No la recuerdo literalmente, pero venía a decir que el progreso humano se había cimentado en el bien, o al menos en su búsqueda, lo que había permitido el vigoroso desarrollo del mal que él reconoce para su época, una idea que, alimentada en la lectura cotidiana del periódico, me viene acosando hace ya tiempo. Cuando, al salir del museo, entré en un bar a tomarme una cerveza y leer El País del día, esa idea se hizo aún más recurrente. Todo era de ir a mear y no echar gota.

Empecé por saber que se rearma Latinoamérica. Lo que es estupendo, porque gana Francia, que vende, y gana Brasil, que compra, y ganamos todos, porque así las importantes bolsas de crudo que se han descubierto en Brasil y que podrían atraer a desaprensivos no se quedan sin defensa. De este modo, el guardián de la Amazonia -Lula no churrasco en mi lecto- nos garantiza petróleo para un montón de años, y no menos dióxido de carbono, tan del gusto del mundo vegetal. Por cierto, que ni crisis ni hostias, el sector armamentístico sigue acumulando ganancias sin parar. Ahí están USA, Italia y Rusia -oro, plata y bronce, respectivamente, en la carrera filántrópica del presente curso armamentístico- para asegurar la capacidad de defensa de los pueblos de mundo. Tal es el espíritu de la democracia.

Del mismo modo hay que entender el apoyo internacional a Karzai: un apoyo pragmático a la pacificación del narcoestado afgano que se ennoblece en su capacidad de perdonar el magnifico pucherazo de su protegido en las recientes elecciones, al tiempo que Karzai, pastún sunní de probada nobleza y que no va a ser menos, promete dialogar con los taliban, gente sabia, lúcida y abierta, como todos sabemos. Vemos en ello que es nuestra capacidad para penetrar en la otredad lo que nos aúpa a la cima de la cresta evolutiva. Por ella podemos asumir y perdonar por qué Sudán condena a Lubna Hussein por llevar pantalones, aunque no lo entendamos de primeras. Los pantalones eran anchos, no es que fuera marcando mollete, pero eran pantalones, lo que contravenía la ley. Ella debía de saberlo. Es periodista. El tribunal de Jartum le ha impuesto una multa de 150 € -más de la mitad de la rpc anual en Sudán- y la ha condenado a 40 latigazos.

No debemos, en cualquier caso, atribuir este tipo de hechos al Tercer Mundo.

En Estados Unidos, grupos conservadores llaman a Obama bolchevique por alentar a los alumnos a cumplir con sus responsabilidades, lo que no es sino un obsceno intento de ideologizar las aulas que sitúa a don Barack a la altura de un pederasta.

En Italia, Berlusconi está triste. Los suspiros se escapan de la boca de este neosiffredi de biografía admirable con palitroque al servicio de su pueblo. Papi se siente injustamente tratado por la prensa comunista y seudocatólica -concretamente el 90%-. Por fortuna, la gran mayoría de los líderes políticos del mundo hablan con él y le dan ánimos y le visitan en su puticlub.

Y en Japón la promesa de Hatoyama de reducir emisiones contaminantes en un 25% para el 2020 no ha gustado un pijo a las grandes empresas. Hacerlo supondría, alegan, machacar la ya maltrecha economía nipona, lo que no es mentira en absoluto. Y además, de qué serviría esa menundencia dado el inminente apocalipsis del planeta a decir de Ban Ki-moon nada menos.

En la pell de brau, mientras tanto, los progres de ERC no tienen mejor cosa que hacer que andar buscando su independencia por cualquier resquicio. Más o menos lo mismo pero lo contrario que pasa con ese joven condenado por sustituir la bandera española por la republicana en un edificio oficial. Y es que resulta ya muy difícil distinguir al juez del delincuente. Lo vemos en Garzón, imputado por un delito de remover la mierda franquista, algo a todas luces de pésimo gusto, al tiempo que concejales del PP en A Coruña (¿dónde está eso?) se quejan de que el ayuntamiento ande retirando símbolos franquistas sin consultarle. También un concejal del PP se niega a que se retire en Granada una estatua de José Antonio. Y es que hurgar en las cloacas, a lo que es tan aficionado el superjuez, es de pésima educación y carece de otro fin que resetear el odio agazapado. Los herederos de Aznar saben muy bien, a qué negarlo, que las tendencias coprofágicas son aún más deplorables que otras filias (zoo, homo). De hecho, es este pulcro modo de proceder lo que explica la negativa de Rajoy a una investigación interna del caso Gürtel. Eso y que su think tank, afanado en suministrarle paridas diarias que difundir, perdería un tiempo precioso.

En fin, que de todo esto y mucho más -un guante de Michael Jackson de 34.000 €, por ejemplo- habla el periódico. Se cuestiona incluso lo que calla. Oliver Stone, en su férrea defensa de esa bestia política que es Chávez, arremete contra la prensa estadounidense y europea -en concreto El País-, acusándola de ser poco creíble. Y Carlos Fuentes, que come de El País, pide una prensa que cuente la verdad, que es lo que falta en América Latina.

Sin embargo, llegados a este punto (¿me pido otra cerveza?), poco importa ya si la información es veraz o verosímil, parcial o falsa, porque el mundo es un pluscuamperfecto estercolero. El Man to man is an arrant wolfe (homo homini lupus) de Hobbes está pidiendo a gritos una pequeña anotación, porque su idea del contrato social, que había de alejar al hombre de la guerra, su estado natural, parece a día de hoy que no ha valido una mierda. El lobisome de Hobbes se veía impelido por dos fuerzas: el placer, al que tendía, y la muerte, de la que huía. Ahí estaba el progreso si se aceptaba el contrato. Y el hombre renunció a su derecho natural a hacer la guerra.

No obstante, devenido homo homini homo, el hombre ha resultado más letal que su alter-ego cánido, porque no es sólo el hombre bueno de John Locke o Rousseau, que también, sino el uomo stupido de Carlo Cipolla. Buscar la paz a todo trance haciendo caso omiso de la razón profunda de aquellas guerras de la edad oscura, pactar con civilizaciones imposibles, hacer de la corrección medida de la polis, acatar la desigualdad y la injusticia, sonreír al enemigo, convivir con la sinrazón, mirar hacia otro lado, poner la otra mejilla... Todo ello dejó vía libre al lobisome en su afán desenfrenado por la anexión de territorios.

Nuestro mundo al borde del apocalipsis parece no entenderse de otro modo. Perseguir aquel sueño trajo esta pesadilla. El crepúsculo se despliega ante nuestros ojos de ratas sin agallas. Obsérvalo sentado.

01 septiembre 2009

Maiquel Yanso Foreva


Fatima, aquella señora de mediana inteligencia que me decía señorito y tan bien me cuidó el montón de años que viví en Marruecos, lo llamaba Maiquel Yanso (y que nadie se sorprenda, porque a Jesucristo lo llamaba Josecristo). Negra fantasiosa y estupenda cocinera, se las tuvo que ver muchísimas veces con Off the wall (1979), Thriller (1982) y hasta con el no suficientemente valorado Bad (1987), mientras yo andaba colocado tontamente toda la santa mañana a la espera de su kuskus, su pollo con limón o su tajine de chanquetes con tomate. Y sabía muy bien de qué hablaba y a quién se refería, doy aquí fe, aquella empedernida fumadora del peor tabaco negro. Que su dios la tenga en su gloria.

Me acuerdo especialmente de ella ahora, cuando tanto se habla, a todas horas, de Maiquel Yacson. Y es que yo no me entero de a quién carajo se refieren los millones de alienados ignorantes del planeta que lo mientan. No sé si se refieren a aquel negro que nos hacía sudar en los primerísimos 80 en la dancefloor de cualquier discoteca o a aquel otro infeliz desvencijado y a pedazos en su fuero interno que miraba la piel y la lenteja del Hollywood acabado y plano de su tiempo. ¿Estamos hablando del Camarón de Indiana, aquel mushasho que nos ponía a alucinar, Quincy Jones mediante, en coches inundados de humo de cannabis mientras mirábamos, bizcos, el ocaso desde Isla Calavera, o es ese cadáver hiperrefrigerado y recurrente de los telediarios que ha sobrevivido a este verano tórrido y al que no se termina de enterrar de una puta vez el que suscita tanto comentario? ¿De quién hablamos? ¿Se está pensando en aquel atleta del ritmo y la cadencia, excepcional cantante y alucinante bailarín, que murió a mediados de los 80 o en ese otro lamentable y mediático artista ACOP (adult & children oriented pop) devorado fatalmente por los calmantes, los apaños y los traumas y, a la postre, emparentado con los faraones?

En fin, me da igual. Cada cual a su pedo. De sobras sé yo quién es Maiquel Yanso.


31 marzo 2009

La destilería de Amy


No se sabe si esta chica al final se morirá -yo prefiero que no; antes Zapatero, Sarkozy, el papa o la zorraputa de mi vecina-, y si la prensa, en tal caso, hará de ella un nuevo icono pop -el último fue Kurt Cobain, me parece-. Sea como fuere, esta persona, que se lo bebe todo, parece que no está en mucha disposición de dar de beber. Gracias a que aquí luce como se la ve para una campaña contra el cáncer de mama, tomamos conciencia de su frágil desnudez.
¡Suerte! Da toda la impresión de que
va a necesitarla.