12 noviembre 2008

Las malas compañías

La sola visión de García Montero me produce espasmos horrorosos. Sobre todo desde que prologara los autocomplacientes e insufribles versos del ripiador de Úbeda. Jaén. Andalucía. España. Cuando veo a ese profesor con el que anda a matar en estos días, José Antonio Fortes, me pongo de inmediato de parte de éste, aun sin haber entrado en absoluto en la polémica en su versión empírica.

Me resulta imposible leer una línea del que antes me pareciera un escritor exuberante, después de que se erigiera en fiel compañero y vocero contrastado del liberalismo que hoy nos aniquila. El sueño de la razón produce monstruos, le diría al sr. Vargas Llosa, si no nos despreciáramos mutuamente. Lo mismo me había pasado antes con Cela: su papada de quelonio prepotente y fariseo y él, siempre juntos en todos los saraos, me privaron para siempre de una prosa poderosa. Tal era el asco que me daba verlos juntos. En fin, innumerables reyertas domésticas y un tiro en la muñeca de mi poeta favorito de todos los tiempos me impidieron igualmente leer jamás a esa vierge folle que fue Verlaine. Uno se debe a sus ideas.

Que el afán monopolista, los modos mafiosos y el belicismo recurrente contra una evidencia (la cultura pal pueblo) del matrimonio de conveniencia SGAE/Teddy Elautista hayan cerrado mis oídos al nada desdeñable soul atlántico de los Canarios no es más que una veleidad ideológica. Sin embargo, otras veces es que simplemente no apruebas una relación: mi desprecio reciente por Nacho Vegas, que amenaza con extenderse por toda Asturias -lucharé por que esa sinrazón no se produzca-, hunde sus raíces en su relación con ese hombre delgado que no flaqueará jamás y toma versos prestados. Bumbury, con sus inflexiones vocales y su pose afectada (morritos Jagger, ricitos a lo Morrison, las uñas negras del Lou Reed más espeleólogo), resulta estomagante hasta decir basta y no parece una buena compañía.

He perdido también, estoy aquí para admitirlo, toda mi fe en la Virgen María -en todas sus versiones, pero muy especialmente en la que se me aparece cada noche, con una cara que es, alternativamente, la de Sofía de Grecia y Pilar Urbano- por no haber mostrado su rechazo a servir de aval en la autobeatificación de Ingrid Betancourt, quien, además, casi consiguió que dejara de creer en el santo patrón de Manacor después de las muestras de familiaridad que se vieron entre ambos en la entrega de los premios Principe de... Asturias.

Los efectos de tan nocivas compañías me ponen, pues, en una nada liviana tesitura, susceptible, por lo demás, de emperorar. Es evidente que si dios decide al fin allanar el camino de Sarita Palin hacia la Casa Blanca, me veré abocado a un destino intrascendente: ¿quién me acompañará, sin más apero que yo mismo -aparte de los Cream, claro-, camino de la muerte?