21 febrero 2012

Primavera valenciana


Policías agresivos que aporrean sin control al enemigo. Estudiantes enarbolando libros que claman por los derechos que les ha robado la cleptocracia gubernamental que un pueblo estúpido y casposo ha elegido en las urnas. Primavera valenciana en mitad del invierno. Vergüenza de España.

Volando en todas direcciones, las hostias corren consagradas por la guardia de corps de un gobierno, ultraconservador y parafascista, que la prensa orgánica encubre en gran medida. Y siempre a los mismos. Cuando los estudiantes del I.E.S. Lluis Vives pedían calefacción, no era a esto a lo que referían.

Así las cosas, a la espera de que saquen los tanques, yo también soy el enemigo.

18 febrero 2012

10 tweets de enero


14 febrero 2012

Otra vez una vez más


El ruido, ensordecedor y persistente, no vaticina nada bueno. Tampoco la fuerte vibración que viene desde abajo y me estruja el estómago. La gente finge que no pasa nada -uno delante hace que duerme, detrás dos charlan en tono distendido y el de al lado oye jazz percutiendo los dedos en un intento de hacerme creer que lo está disfrutando-, pero nos desplazamos, a gran velocidad, dando botes, en una oscuridad crepuscular. De pronto, nos paramos, el motor se acelera y la vibración se hace insoportable. Tengo la sensación de estar dentro de un toro que, plantado frente al cielo, lo mira retador. Intento perderme en el bosque de números naturales de un sudoku, pero no lo consigo. Y permanezco así, permanecemos, casi un cuarto de hora, mientras noto mis tripas crujir y disolverse.

Reestudio la cara de la gente -ya lo había hecho en la sala de espera- y hago dos grupos: inmortales triunfadores y vergonzantes miserables a punto de morir. Después de todo, morir da muchísima vergüenza: ¿por qué has de ser tú, y no los otros, el bobo que desaparezca? Llega de atrás el llanto de un bebé y lo imagino muerto antes de llegar a pronunciar su primera palabra. Súbitamente, empezamos a movernos de nuevo. Rugen los motores. Avanzamos. A trompicones. Cada vez más deprisa. Veo tornillos que se desenroscan, cristales que revientan, alas que se quiebran, gente, definitivamente, con cara de cadáver mirándome. Una chica observa por encima de sus tetas enormes cómo clavo los dedos en el apoyabrazos y trato de mantener la compostura, pero el puto aparato no acaba de elevarse y sigue acelerando, indefinidamente, a gran velocidad. El corazón me late desbocado y me cobijo otra vez en el sudoku. Escribo un 9. Correcto. Ya hemos despegado. Nos elevamos. Cierro los ojos. Pero siento que el avión parece descender, y que se eleva, y que vuelve a bajar, y los tengo que abrir. Ya se ven allá abajo las luces de la ciudad, pero no soy capaz de mirar. Un alien como el que siento royéndome la tráquea podría estar ahí fuera destrozando a mordiscos el frágil fuselaje. Qué hostias hago yo aquí. No soy un pájaro. No soy Lindbergh, no soy Amelia Earhart, ni da Vinci. No tengo sus malditos intereses. Crecí en el suelo. Uso los pies. Y acepto de buen grado que la gravedad deje caer sobre mí todo su peso de mierda. Pero no escarmiento.

Alcanzamos por fin la horizontalidad y la gente, ajena a la experiencia suicida en que se encuentra, se muestra relajada. Los motores, ahora más sedados, crean una falsa sensación de seguridad. Se me taponan los oídos. Una niña corre por el pasillo desequilibrando el avión y me entran ganas de darle una hostia, pero me contengo. Por los altavoces, la tripulación se presenta y dice que pasará a continuación con el carrito de la bebida y la comida. Me tranquiliza que sea de Madrid, porque eso lo mismo ayuda en el aterrizaje. Medio narcotizado, enciendo ahora la Nintendo para evadirme del funesto escenario.

Tras la tercera Heineken, tengo ya un punto y echo mano de N-Plants, el disco que Biosphere, inspirado en centrales nucleares japonesas, publicó premonitoriamente un mes antes del desastre de Fukushima. Mientras oigo Genkai-1, tengo la impresión de que no nos movemos. Ni una jodida turbulencia. Intento imaginarme en el salón de casa, pero, salvo por la cantinela del altavoz, que quiere vendernos algo, no estaría allí más tranquilo. Parece que flotamos. Sin embargo, no me dejo engañar, porque morir puede no ser más que eso. Flotar. Tu alma flotando en una gélida y aséptica central nuclear, ajena a los isótopos, mientras suenan con dulce cadencia interruptores, turbinas, mecanismos, clicks… y tú te apagas. Cierro los ojos y veo a mi primo en un bar diciendo cuánto detestaba yo volar. ¡Joder, al final se mató en un avión! El tío de algún modo lo intuía -le responden-, ¡qué increíble! Y yo me avergüenzo oyéndoles, porque, ya lo he dicho, lo peor de morirse es la vergüenza.

Suena ahora Ôi-1 y su cadencia marcial marca el rumbo a esa muerte probable tanto tiempo anunciada. Iniciamos el descenso. Extraños ruidos bajo mis pies me impulsan a hundirme de nuevo en el sudoku. El aparato se ladea, tal vez demasiado, y veo cesio extenderse pesadamente por el suelo, de un lado para otro, mezclándose con el estroncio acumulado por los recovecos de este sarcófago volante. Imagino una cuarta Heineken. Luego un ron. Me obligo a no pensar. Pero el avión bota y rebota. Por favor, abróchense los cinturones y enderecen los asientos. Estamos atravesando turbulencias. Taquicárdico, busco desesperadamente algún signo luctuoso en la cara de las azafatas, pero estarán también fingiendo, porque se ven tranquilas.

La fanfarria nuclear de Biosphere y el ruido de los motores conforman un mundo desasosegante mientras nos precipitamos bruscamente a la izquierda. Pongo de urgencia a Sidonie (Vamos por el bosque, el día muere hermoso y joven), pero no cambia nada. Por un instante, miro de reojo por la ventana y veo Madrid debajo. Se oye un chirrido prolongado, probablemente de los alerones tratando de desplegarse sin lograrlo, y empiezo a despedirme de muchos conocidos. Mientras me esfuerzo en imaginar sus caras con detalle, el capitan dice algo por los altavoces que la música no me permite entender. Se oye otro ruido inquietante. Como si el tren de aterrizaje tampoco pudiera liberarse. Debemos de estar cerca del suelo. Me duele la espalda, el pelo, las uñas. De pronto, incomprensiblemente, el avión se queda parado en mitad del cielo. Perplejo, me vuelvo a la ventanilla y veo Madrid acercarse a gran velocidad. Debería creer en dios ahora. El ruido es ensordecedor. La tetuda me mira. La gente disimula. Como en una tragedia griega, estamos a punto de pagar por el pecado de la ὕβρις.

Cuando por fin tocamos tierra, muchos aplauden mientras yo floto en un limbo indescriptible. He vuelto a salvar el pellejo. Otra vez. Probablemente, la última.


02 febrero 2012

Carta a José Luis Sampedro

Nos han educado para ser productores y consumidores
pero no para tener pensamiento propio.

José Luis Sampedro

Honorable y apreciado José Luis Sampedro,

más alla de que algunos datos de su larga biografía pudieran hacer murmurar a los más suspicaces (asesor de ministro y subdirector general en el Banco Exterior de España durante el franquismo; senador por designación real en la Transición o, incluso, miembro de la a veces criticable Real Academia de la Lengua), resultan evidentes sus cualidades como economista, profesor universitario y escritor, por lo que no extraña en absoluto que hayan sido ampliamente reconocidas: medalla de la Orden de Carlomagno del gobierno de Andorra, doctor honoris causa por la Universidad de Sevilla, Premio Internacional Menéndez Pelayo, Orden de las Artes y las Letras...

No obstante, como ocurre con Noam Chomsky, cuyas investigaciones en lingüística, las más revolucionarias de la historia de la disciplina, han quedado con el tiempo relegadas ante la opinión pública por su activismo político, importa aquí menos su extenso pasado profesional que su lúcido presente como ser humano, un presente en el que, a sus 95 años, es capaz de sacar los colores a una sociedad devaluada por la injusticia, la desigualdad y el miedo consustanciales a un capitalismo salvaje que es, paradójicamente, un cadáver. Ya hemos dejado constancia en este blog de su manifiesto de adhesión al 15-M. Y todos recordamos asimismo su prólogo a Indignaos de Stéphane Hessel y su colaboración en el proyecto Reacciona.



Ahora, sin embargo, días después de ver en Salvados, el programa de Jordi Évole, que su capacidad de emocionar y hacer reflexionar al mismo tiempo sigue intacta, quiero respetuosamente sugerirle que RECHACE el Premio Nacional de las Letras que el Ministerio de Cultura le concedió en noviembre de 2011. Un ministerio impulsor de ACTA y la ley Sinde -hoy Sinde/Wert- que limita el libre tránsito del conocimiento y favorece la censura en la red, asegurando así el enriquecimiento de los lobbies de siempre. Un ministerio hoy dirigido por José Ignacio Wert, que inicia su gestión arremetiendo contra la educación pública con malas artes. El ministerio, en suma, de un gobierno que usted ha combatido con firmeza desde su idea de una economía humanizada. Creo, sinceramente, que es cuestión de coherencia que lo haga. 

Atentamente.