


Tras la tercera Heineken, tengo ya un punto y echo mano de N-Plants, el disco que Biosphere, inspirado en centrales nucleares japonesas, publicó premonitoriamente un mes antes del desastre de Fukushima. Mientras oigo Genkai-1, tengo la impresión de que no nos movemos. Ni una jodida turbulencia. Intento imaginarme en el salón de casa, pero, salvo por la cantinela del altavoz, que quiere vendernos algo, no estaría allí más tranquilo. Parece que flotamos. Sin embargo, no me dejo engañar, porque morir puede no ser más que eso. Flotar. Tu alma flotando en una gélida y aséptica central nuclear, ajena a los isótopos, mientras suenan con dulce cadencia interruptores, turbinas, mecanismos, clicks… y tú te apagas. Cierro los ojos y veo a mi primo en un bar diciendo cuánto detestaba yo volar. ¡Joder, al final se mató en un avión! El tío de algún modo lo intuía -le responden-, ¡qué increíble! Y yo me avergüenzo oyéndoles, porque, ya lo he dicho, lo peor de morirse es la vergüenza.

La fanfarria nuclear de Biosphere y el ruido de los motores conforman un mundo desasosegante mientras nos precipitamos bruscamente a la izquierda. Pongo de urgencia a Sidonie (Vamos por el bosque, el día muere hermoso y joven), pero no cambia nada. Por un instante, miro de reojo por la ventana y veo Madrid debajo. Se oye un chirrido prolongado, probablemente de los alerones tratando de desplegarse sin lograrlo, y empiezo a despedirme de muchos conocidos. Mientras me esfuerzo en imaginar sus caras con detalle, el capitan dice algo por los altavoces que la música no me permite entender. Se oye otro ruido inquietante. Como si el tren de aterrizaje tampoco pudiera liberarse. Debemos de estar cerca del suelo. Me duele la espalda, el pelo, las uñas. De pronto, incomprensiblemente, el avión se queda parado en mitad del cielo. Perplejo, me vuelvo a la ventanilla y veo Madrid acercarse a gran velocidad. Debería creer en dios ahora. El ruido es ensordecedor. La tetuda me mira. La gente disimula. Como en una tragedia griega, estamos a punto de pagar por el pecado de la ὕβρις.
Cuando por fin tocamos tierra, muchos aplauden mientras yo floto en un limbo indescriptible. He vuelto a salvar el pellejo. Otra vez. Probablemente, la última.