29 septiembre 2010

Mondo Cesare

Abres los ojos. Y no crees lo que ves. Y te restriegas los párpados hastiados en el alcohol y la vigilia de la noche anterior. Y los cierras de nuevo, para corroborar lo que se da por cierto a horas tan tempranas: estás soñando y no hay de qué preocuparse. Aprietas los ojos para aferrarte a un sueño, un chute de inspiración gratuito en una mañana preñada de sensaciones hiperlíricas sustitutivas.

Cuando los vuelves abrir, sabes que no pasa nada aunque estés en el cruce de Fratelli Bonnet (Raspberry Beret suena en mi cerebro alucinado). Piaggios, hondas, vespas, lambrettas y yamahas escupidas como en Mario Kart se abren paso entre autobuses desquiciados y coches locos que escupen con desprecio sobre pasos cebra absorbidos por el tiempo y la espaguetinidad en un septiembre húmedo y tórrido. Y piensas con sosiego en los seres queridos, porque en la jungla de asfalto romano que te circunda, en tu delirio matutino, nada es real, pero el roce metálico de la muerte está ahí, persiguiéndote, aunque sea mentira.

Frenas como un resorte cuando, al echarte a la derecha para esquivar a un motorino que te adelanta por la izquierda, te encuentras con una reata de motos que te sobrepasa como una exhalación por ese mismo lado hacia el que te apartas y no hay espacio para ti. Vas a morir en tu sueño de mierda y cierras otra vez los ojos y te dejas conducir por un pasillo donde ya empiezas a ver una luz blanca.

Tratas de sobreponerte a no sabes qué y elevas los parpados por un momento: estás parado ante un semáforo en Mondo Cesare. No sabes cuál es tu carril y los coches y las motos se apelotonan hasta no dejar ningún resquicio por el que respirar, pero no te importa, que les den por culo, tú estás viviendo un sueño. Te descubres repitiendo una y otra vez, sin saber por qué, misto restrallo, misto restrallo, misto restrallo. Es absurdo, porque en Isla Calavera, de niños, llamábamos misto restrallo a una china que se tiraba al suelo y soltaba chispas. Pero tú ahí, repitiendo una y otra vez misto restrallo, misto restrallo. Llegas a pensar que estás enloqueciendo, pero tú, a tu bola, pasas, porque cuando despiertes nada de esto estará sucediendo.

Cuando salta el verde, salen los coches y las motos en tropel, todos antes que tú, y tus retrovisores quedan mirando al este y al oeste, pero a ti no te importa. Sigues avanzando entre humos pesados y polveri sottili que no te afectan en tu naturaleza onírica y piensas que estás durmiendo con tu chica al lado y que son sólo cosas de tu alter-ego lo que ves. Si estuvieras despierto tratarías de comprender cómo el ayuntamiento no recoge mil cadáveres diarios de las avenidas, pero no te lo preguntas, es mejor disfrutar tratando de esquivar el autobús 115, que entra por la derecha como un demonio, y, cuando lo consigues, descubres que has llegado a la curva donde murió Cesare.

Imposible saber si el joven Cesare murió de un accidente circulatorio o cerebrovascular, como imposible es saber si fue como motorista o peatón, sin embargo, cuando dejas a tu derecha su foto, ya has llegado por fin al Trastevere, tu nuevo hogar, y tu chica te espera a punto de despertarse. Sería estupendo, tras tanta adrenalina segregada, echar un buen polvo matutino, pero, a estas alturas, ya no sabes si tu chica es una fantasía o si Cesare fue una aplastante realidad.