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09 julio 2012

Mondo Cane: un día de perros

A El que apaga la luz, Cecilio (que le salvó
la vida), Dylan (a quien yo se la perdono) 
y Pío IX (al que no tengo el gusto de conocer)


En Mondo Cane, donde rige la ley del hombre blanco, cuando por la mañana te echas a la calle, lo haces ya con la razón incendiada por las conversaciones que has tenido que soportar antes de levantarte de la cama. Mucho antes siquiera de haber llegado a entrever a través de la cortina un destello de luz. Los hechos se encadenan de forma natural: empieza uno en el edificio de enfrente, otro da acuse de recibo desde el jardín de al lado y la pareja del piso de abajo se lanza de inmediato a una inclemente interacción. Un debate frenético, casi diario, que se prolonga a lo largo del día con la inestimable colaboración de ocasionales transeúntes.

Mundo Arcade
Ya en la calle, con el machete entre los dientes y el café atravesado en el estómago luego de dos horas de ladridos, te mueves con dificultad por un firme sembrado de bombas que te impiden elevar la mirada y disfrutar de la herencia artística que legó Roma a la posteridad. Disueltas cuando llueve, petrificadas hoy que arrecia el calor, mierdas y mierdas de todos los colores, tamaños y texturas y gente de mierda con perros de mierda inundan las degradadas aceras de una ciudad convertida en una mierda inmensa y proverbial. A buen seguro, como en tantas otras.

Tierno amigo
Mientras caminas por vía Garibaldi, te acuerdas de aquel niño que en las tardes lluviosas de Isla Calavera se pasaba las horas muertas detenido en la acepción "perro" de la Enciclopedia de Ciencias Naturales de Bruguera y no te reconoces. ¿Qué fue de aquel experto en mastines, alanos, retrievers, bodegueros y podencos? ¿Qué queda de aquella alelada pareja adolescente de enamorados con perrito? Casi seguro, nada. Y ademas, qué te importa. Acabas de pisar una mierda con tus Camper relucientes y no aciertas a hacer otra cosa que caminar en círculos maldiciendo a quienes tuvieron la ocurrencia, hace miles de años, de convertir lobos salvajes en vigilantes y pastores, propiciando la deriva genética de la que surgen las 450 razas modernas de perros, hoy relegadas a la estúpida condición de mascotas.

Un recuerdo indeleble de tu mejor amigo
Eficaces en el combate contra la soledad y la depresión, hábiles en la detección de múltiples sustancias y capaces de identificar más de 150 palabras, de encararse al mismísimo Bin Laden o de ganar un oscarde los perros se ha dicho que son un espejo en el que mirarse: listos, valientes, generosos y nobles. Y no son pocos los que los sitúan a la altura del hombre en la cadena evolutiva o incluso, como Pérez Reverte, por encima. Sin embargo, vistas las cifras de abandono y maltrato, no parecen minoría quienes detestan a estos polifacéticos cuadrúpedos que infectan de excrementos nuestras ciudades, degradándolas hasta lo inadmisible, y nos transforman con sus ladridos en virtuales asesinos sin salir de casa. Por si esto fuera poco, los perros son portadores de parásitos y enfermedades y no están exentos de un psicología compleja: son celosos, pesimistas, envidiosos y, lo que es peor, potencialmente agresivos. Los datos son tozudos al respecto: en Estados Unidos, por ejemplo, donde nacen 2.000 perros cada hora, 4,7 millones de personas son anualmente víctimas de sus mordiscos. De ellos, la mayoría son niños, y de estos, la mitad son mordidos en la cara. Concretamente, entre 1979 y 1996 se produjeron 183 ataques mortales. De manera que no parece que el perro sea precisamente el mejor amigo del hombre en Mondo Cane.

En fin, te limpias las botas como puedes y enfilas hacia al parque de Villa Pamphilj a tratar de aplacar tu deseo de venganza, pero no haces sino empeorar las cosas: encontrar en la yerba un espacio para extender la toalla libre de los innumerables zurullos escondidos es un ejercicio enervante. Y cuando finalmente te tumbas, muerto de asco, el horizonte es desolador: decenas de chuchos sueltos babeando, meando y cagando por todas partes, mientras sus propietarios departen relajados echando un cigarrito, y tú tratando de controlar el deseo de degollar a un cocker de mierda empeñado en mearte la mochila. Las multas, los cursillos, las bolsitas de plástico, las escasas y vomitivas zonas para perros, la creación de un banco de ADN canino... no son más que memeces, fuegos artificiales que no se toman en serio ni las autoridades. De hecho, hasta los 54.000 perros raptados en Italia y vendidos en el norte de Europa cada año te resultan claramente insuficientes.

Campo o barranco
Sabiduría china
Echado en la toalla, boca arriba, bajo el sol devastador de junio, proyectas desde la rabia un mundo en guerra sin otro fin que la total aniquilación de Mondo Cane. Mientras miras al cielo, las imágenes se suceden en tu cráneo recalentado llevadas por la necesidad de encontrar esperanza por alguna parte. Eficientes policías apaleando a ciudadanos por negarse a recoger las cacas de sus alimañas aduciendo que "solo había(n) orinado". Probos ministerios de Sanidad, sordos a las absurdas alegaciones de los amos, repartiendo salchichón envenenado por calles y patios vecinales. Gobiernos que defienden el exterminio masivo de perros callejeros como parte esencial de su programa de limpieza urbana. Héroes anónimos que siembran de cebos con raticida parques y viviendas con jardín en Roma o Zaragoza.

Cuestión de igualdad
Cuando, al caer la tarde, vuelves a  casa, no menos furioso que cuando te fuiste, los perros de la vecina te reciben como te despidieron: ladrando desde el balcón como posesos -especialmente el beagle, al que con gusto asfixiarías con tus propias manos-. En tu desesperación, ya no sabes si rociarles ácido sulfúrico o ponerte a llorar, y te preguntas, rendido a la propia impotencia, si no habrá forma legal de proceder a la ablación de las cuerdas vocales de esos hijos de puta o de encarcelar a la maldita foca de la dueña, habida cuenta de que hay precedentes. Mejor aún: ¿por qué no comérnoslos como en China, Filipinas, Suiza o Alemania? Pregunten en Corea del Sur: un plato exquisito. 

Pese a todo, por inesperado que pudiera parecer -a ti el primero-, horas después, cuando ya todos duermen, te sientas frente al ordenador con un cerveza fría en la mano y empiezas poco a poco a asustarte de tus propios pensamientos. Ahora, en el silencio de la noche, las cosas te parecen más sencillas y te dices que no, que no, que tú no eres capaz de torturar a un perro hasta la muerte o de enterrarlo vivo sólo por estar estresado. Convencido de ello, respiras entonces aliviado y, camino de la cama, crees haber encontrado una solución al problema en clave salomónica: mientras esperas la llegada del glorioso día en que los perros son desterrados de las ciudades, te conformarás con comprarte tapones de silicona y zapatos de suela lisa y, eso sí, con poder mear y cagar y escupir libremente por las calles tú también... Aunque... ¡Joder, mierda, otra vez! ¡Me cago en San Roque! ¡No va a haber más remedio que cortarles el cuello a esos putos cabrones!


N. B.  Dylan es el único perro del mundo al que estoy dispuesto a aguantar.

 

02 mayo 2012

El Día De


Anteayer, 30 de abril, fue el Día Internacional del Jazz. El primer día del jazz de la historia. Una iniciativa auspiciada por la Unesco a instancias del gran Herbie Hancock, que nace en forma de chaparrón de actividades -conciertos sobre todo-, desplegadas por todo el planeta con la pretensión de integrar reivindicaciones femeninas, interculturalidad, pacifismo y dignificación de las personas a partir del propio jazz como elemento aglutinador. Grandes objetivos estos de sesgo filantrópico, dirigidos a inundar la aldea global, que no siempre resultan sencillos de descodificar. De entrada, las celebraciones no empezaron, como hubiera sido preceptivo, anteayer, sino el pasado 27, en la aséptica sede parisina de la Unesco, con mesas redondas, conferencias, talleres y otras gaitas. Nada que ver, obviamente, con las plantaciones, cárceles, calles, iglesias y tugurios en los que se forjó el jazz primigenio, una forma musical cuya edad de oro hay que situarla ya muy lejos: en los años 50 del siglo pasado. Cuesta trabajo imaginarse a Thelonious Monk, Charles Mingus, John Coltrane o Sun Ra en actos descafeinados destinados a integrar el jazz en la maquinaria ultraliberal de nuestros días, o a Miles Davis, Charlie Parker o Chet Baker, hasta las cejas de heroína, sonriendo hipócritamente al diplomático de turno.

Con todo, nada más lejos de mi deseo que despreciar aquí el empeño del autor del recomendable Head hunters (1973). El del jazz no es un día que me repela especialmente. Lo que en verdad repele es el nada asumible maremágnum de "Días De" que ha terminado por anegar el calendario. Al principio, al santoral de toda la vida se le iban añadiendo días señalados que nacían al simple objeto de reseñar un hecho a reivindicar o simplemente memorable: Día Mundial de la Salud, Día Internacional de los Gitanos, Día Mundial del Sida, Día Mundial Sin Automóviles, Día de los Derechos Humanos... Sin embargo, al poco, la cosa empezó a salirse de madre. Basta detenerse un momento en los "Días De" medioambientales para hacerse una idea precisa: Día Mundial del Medio Ambiente, Día de la Tierra, Día del Sol-Tierra, Día Mundial de la Diversidad Biológica, Día Mundial de los Océanos, Día Internacional de los Humedales, Día Internacional de las Aves, Día del Árbol, Día Forestal Mundial, Día Mundial del Agua, Día Meteorológico Mundial, Día de Acción Contra las Represas, Día Internacional del Combatiente en Incendios Forestales, Día de la Conservación del Suelo...

Así las cosas, a fuerza de conmemorar un Día De tras otro, se ha terminado por minimizar o fagocitar el valor práctico y diferencial de cada nueva celebración, deviniendo el calendario un caótico compendio de efemérides, la mayoría banales, redundantes, estúpidas o despreciables, que se suceden sin solución de continuidad: desde el Día de la Marmorta al Día del Número Pi, pasando por los de Halloween, de San Valentín, de la Marihuana, de las Fuerzas Armadas, de la Secretaria, de la Enfermera, del Abogado, de los Cornudos, del Toro Enmaromado, del Perro Callejero, del Dulce de Leche, de la Guerra de las Galaxias o de la Internet Segura. Y así hasta el infinito, lo que no deja de ser sino un reflejo de lo obvio, lo serial y lo vacío de contenido que impregna la cultura humana actual, que da muestras, también de este modo, de hallarse en una especie de fase terminal.

Frente a ello, ante semejante propagación de la chorrada institucionalizada, bastaría, en mi opinión, con dos conmemoraciones mutuamente excluyentes: el Día de la Revolución, para celebrar la destrucción del mundo de mierda que hemos construido, y el Día del Aquí Te Espero, para conmemorar la paciencia e inactividad con la que seguimos esperando su apocalipsis. ¿Para qué más?

16 abril 2012

GRINDR. ¿Qué tal, homosexual?

 - ¿Qué tal, homosexual? 
- Pues, hombre, no me va mal.
La leche ha vuelto a subir,
me han robado el instrumental
y están en huelga los obreros del metal.
Siniestro Total (1985) 
 
¿Te beneficia de algún modo saber si el pintor se tira a su señora o si se lo hace con putas cuando le pides un presupuesto que prevés inasumible? ¿En qué medida te afecta que le gusten a tu dentista las tías, los tíos, los trans o, incluso, los perros? ¿A quién puede importar que Grande-Marlaska, Amenábar, Nacho Duato, Juan Goytisolo, Gus Van Sant, John Waters o Rufus Wainwright sean homosexuales más allá de que sean ciudadanos socialmente aceptables?

A Grindr sí le importa. Concretamente, le interesa saber si te gustan los hombres. En eso, comparte inquietudes con intolerantes, conservadores, religiosos dogmáticos o, simplemente, gente estúpida, aunque, eso sí, tenga intereses bien opuestos. Creada por Joel Simkhai, un americano de 35 años de Los Angeles, Grindr es una aplicación buscagays para teléfonos móviles con GPS lanzada para iPhones en 2009 de muy sencillo uso. La descargas, la instalas, cuelgas una foto, te pones un nick, introduces una breve descripción y unos pocos datos, y voilà. En un área de 4 kms. puedes localizar iguales sexuales y ser localizado por ellos. Cuando pulsas finalmente la tecla de acceso, la pantalla te muestra decenas de fotos de gays, normalmente de cuidado aspecto, la distancia a la que se encuentran y la opción de chatear con alguno de ellos.

Arquitectos, políticos, escritores, mecánicos, escayolistas... pero también mariconas pedorras y, ¡¡sorpreeesssa!!, el hortera gumarro de tu vecino del ático, ese que baja la basura goteando. Todo da la impresión de ser un negocio de comida para llevar que, en opinión de algunos, fomenta la imagen del homosexual lujurioso, babeante y en celo permanente, de la que se defiende Simkhai alegando que también sirve para encontrar amigos. Sea como fuere, Grindr es una especie de agencia de contactos con horario continuado que ha cambiado la existencia de los gays, una revolución sin precedente, sobre todo para los más compulsivos y para los más reprimidos, y una obsesión para tantos que pasan día y noche pegados a la pantalla de su celular. A los pocos meses de salir, en 2009, ya tenía 100.000 usuarios; al año eran 750.000; al siguiente 2 millones y hoy son tres millones y medio repartidos por 192 países. Así que, a tenor de semejantes cifras, si eres gay y no usas esta aplicación, no eres nadie.

Grindr, en suma, lo mismo sirve para charlar y morbosear que para echar un polvo o, incluso, encontrar al hombre de tu vida. Sin embargo, a mí, que no soy homosexual pero tampoco pongo el menor reparo a ninguna de las posibilidades que brinda, hay algo que me resulta chirriante, y acaso inaceptable, en todo ello. Personalmente, me da igual que se use Grindr para ligar o alcanzar el nirvana, pero presentarse a uno mismo ante los demás como homosexual, apuntalar las murallas de ese histórico gueto que en un mundo racional jamás habría existido, me parece aberrante. A quién le importa que seas homosexual. A mí, por ejemplo, me la suda.



16 julio 2011

Sanfermines 2011. Retrato de una casquería


A lo largo de esta última semana, sentado delante de la tele, cien veces me he repetido que es una verdadera insensatez. De poco me ha servido que amigos cercanos me hayan insistido con entusiasmo en la jodida comunión entre lo popular y lo sublime de los Sanfermines. Después de leer Pamplona in July (1923) y Fiesta (1926), entre otros escritos, me siguen importando un carajo las razones que impulsaron a Hemingway a ir a Pamplona cada año por mucho respeto que él pueda merecer. Y tampoco las magníficas fotografías (Guerre à la tristesse, 1955) de la no menos respetable Inge Morath, reportera de Magnum y esposa de Arthur Miller, otro ilustre visitante, me han hecho cambiar el punto de vista. No hay nada que hacer. No soporto la fiesta. No encuentro en ella más que estupidez. Estupidez humana con mayúsculas. La misma estupidez que, por ejemplo, en El Rocío es irracionalidad y aquí es barbarie. Un mundo de tinieblas que, camuflado en atávicos endemismos y tendencias bravas, encontramos en las instantáneas de Julio Ubiña y Ramón Masats.

Sin embargo, lo que hasta aquí parece una sofocante regresión antropológica, se vuelve insulto a la inteligencia cuando la estupidez prospera entre quienes tendrían que erradicarla y, peor aún, se potencia con dinero público. Así, durante más de una semana, los Sanfermines, con el apoyo o la aquiescencia de políticos, intelectuales y artistas, son difundidos con gran despliegue por cualquier medio de comunicación que se precie, prensa seria incluida, al objeto de que se cuelen por nuestros sentidos, en nuestras casas, desde las primeras horas del día, en un intento de hacer que nos sintamos beneficiarios de un gran pastel de adrenalina cuya porción más generosa corresponde a los que corren en Pamplona delante de los toros.

Verdaderos seminarios de casquería intensivos, todos los telediarios arrancan con imágenes de batacazos, aplastamientos, hemorragias y cornadas y con sesudos recuentos de las desgracias más sangrientas del día, repetido todo ello en innumerables ocasiones. Sin embargo, llaman muy especialmente la atención, por encima de cualquier otro artefacto periodístico, las largas retransmisiones matutinas de La 1. Retransmisiones que he seguido, sin perderme una sola, durante 8 tórridos días de 7:15 a 8:30, a fin de penetrar en los secretos de este plato de gusto que, parece, soy incapaz de valorar. Y lo que he encontrado ha sido algo inenarrable: un dislate de zafiedad, de sinrazón, de demencia... Admito que no sé muy bien qué es lo que he visto. Como mínimo, la muestra de periodismo más deleznable que recuerdo.

Creo haber visto "periodistas," ataviados para la ocasión de rojo y blanco, estratégicamente repartidos entre el estudio y la calle -puntos negros, ambulancias, hospitales-, leyendo una y otra vez listados absurdos de heridos históricos, toros asesinos y tragedias terribles, y siempre atentos a las desgracias personales. Muy especialmente a aquellas más cercanas a la lesión crónica o la muerte (¿Cómo quedará el herido de Barakaldo tras su lesión de médula? preguntan cada día al médico sin obtener respuesta). 

También he visto mozos que, periódico en mano, se santiguan y cantan 3 veces a San Fermín porque -dicen- están jugándose la vida. Luego, por las calles, divinos, machos alfa, borrachos, guiris, putos bastardos, auténticos o falsos corredores, a miles, atropellados entre los toros o apilados por las aceras valorando la propia vida en una mierda. En ellos la sinrazón transfigura el lenguaje: un cencerro no es un objeto, un cabestro ya no es un animal. 

Y he visto caídas, pisoteos, enganches, puntazos, varetazos, derrotes... La cornada es la estrella. Al principio, esperando que llegue, todo parece de relleno: una tragedia histórica rescatada de la hemeroteca, un mozo corneado entrevistado en estudio mientras ve las imágenes de su propia cogida, o, más simple, alguien entrevistado en la calle en el lugar donde murió alguien. Luego, llega por fin la sangre: extremidades astilladas, traumatismos faciales, costillas y pómulos aplastados, cráneos arpados, puntadas en espalda y tórax, carnes abiertas, bucos sangrantes... todo ello desglosado en balances provisionales y definitivos, ubicado en los diferentes tramos del recorrido (Telefónica, Estafeta, Mercaderes...) y mostrado hasta la saciedad, a velocidades diferentes, resaltado con un círculo que llaman la lupa.

De pronto, en pleno éxtasis naïf, cuando ya los Sanfermines superan su ecuador, la presentadora lega a la posteridad, elevándola por encima de los miles de idioteces acumulados durante días, una perla definitiva: "El mayor atractivo es seguir a las víctimas y contabilizarlas". Y da en el clavo ciertamente la cretina, porque no hay más que eso. Clichés, boutades, imbéciles, casquería y sangre. ¿Para qué perderse, pues, en medias tintas? Para el año que viene, en lugar de tanta bazofia light, mejor sería -y más barato- programar un ciclo de películas, una por cada mañana, verdaderamente nutritivo. Ahí va mi propuesta. Espero que sepan disfrutarla.


El fotógrafo del pánico (Michael Powell, 1960)
La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974)
Zombi (Dawn of dead) (George A. Romero, 1978)
Posesión infernal (Sam Raimi, 1981)
Henry: retrato de un asesino (John McNaughton, 1986)
Braindead (Peter Jackson, 1992)
Saw (James Wan, 2004)
Encontré al diablo (Kim Ji-woon, 2010)






PS: Y para terminar, los Sanfermines 2011 sintetizados en imágenes. ¡Que lo veamos el año que viene!


26 abril 2011

La beatificacion de Juan Pablo II: Roma en éxtasis

Ayer fue fiesta en Italia. Doble fiesta. La Pasquetta o lunedí dell'Angelo y el LXVI Aniversario de la Liberación. Una te invita a quedarte en casa a comer en familia. La otra te empuja a la calle a manifestarte -razones hay-. Yo opté por salir a echar un vistazo.

Apenas crucé la puerta, la primera brisa de aire me acercó el comentario de uno que pasaba: Cazzo, sembra più Natale di Pasqua. È vero, dije yo. El cielo no era el divino cielo preñado de luminosidad que se le presupone a una ciudad eterna en fechas como estas. Era un día gris y ventoso en el que más que llover, había llovido y cientos de miles de cacas de las decenas de miles de perros de Roma, disueltas, se extendían por las ruinosas y desangeladas aceras encharcadas. Parecía, en efecto, un día navideño: todo cerrado, casi nadie por la calle y, además, alguien a punto de nacer en lugar de morir o, a lo sumo, resucitar, como sería lo propio de la Pascua. Y es que el nacimiento de San Juan Pablo II a partir de las cenizas de Karol Wojtyla, cuyas capacidades milagrosas, entre otras, parecen más que probadas, tendrá lugar el próximo domingo, 1 de mayo. Un espectacular y milimétrico montaje el de la beatificación de Juan Pablo II, con todo vendido hace ya tiempo a pesar de que los precios han subido un 300%. Así que, en ese momento, sin saber muy bien de dónde me venía la necesidad, enfilé hacia el Vaticano buscando las señales de un acontecimiento que promete convertir una urbe caótica en un caos supino y proverbial. Porque qué es dios sino verbo, aunque ahora se conjugue en polaco.

Por Monteverde, si bien no en exceso, se iban viendo cada poco carteles y autobuses con la cara del superhéroe eslavo informando del evento inminente. En el Trastevere, por el contrario, todo seguía su curso habitual: olores a comida y tabaco, tiendas abiertas, restaurantes y baretos atestados, músicos por la calle y gente bebiendo y comiendo a la intemperie. La liturgia trasteverina sólo se rige por su propio catecismo. Sin embargo, a medida que me iba alejando, los ecos paganos volvían a ser sustituidos, con fuerza redoblada, por la epifanía del nuevo Advenimiento de San Juan Pablo II el flagelante. Cuando llegué por fin a Via della Conziliazione, al fondo el Vaticano, todo era gente variopinta y multiétnica, autobuses de doble piso rebosantes, pizzerías y restaurantes ruidosos, autoportantes supermercado regentados por dependientes hindis, librerías monoteístas, tiendas de souvenirs... Broches, escapularios, rosarios, estampitas, monedas, bufandas, banderines, gorras, camisetas... Un casino estratégicamente vigilado por furgonas de policía. Y así hasta la mismísima Piazza di San Pietro.

San Pedro era un hervidero humano del que sólo sobresalía su obelisco central. Miles de cámaras ametrallaban cualquier punto del espacio posible. Clic, clic, clic... Apenas había zonas vacías en la impresionante superficie. A mi izquierda, en una pantalla gigantesca, se proyectaba la vida, viajes y milagros -hasta 251 se le atribuyen- del gran Karol Wojtyla. Las imágenes se sucedían sin solución de continuidad con breves subtítulos en 6 lenguas distintas: en Corea, en Grecia, en España, en Colombia, en Paraguay... con huérfanos, con ortodoxos, con ancianos, con musulmanes... dando de comer a un niño, dejándose abrazar por un pobre, mirando con tristeza el horizonte, oyendo con dulzura... La gente que pasaba se iba agolpando frente al monitor. Dos jóvenes grunge se pararon a mi lado, dieron la última calada del canuto y se cogieron de la mano, mientras observaban, absortos, las imágenes. Luego se miraron y se besaron sin complejos. ¿Quién queda por saber que ese hombre de ahí con cara de bueno, que hacía turismo por el mundo, no mostraba embarazo por moverse en un coche ridículo, dirigía un negocio impresionante y decía lo que es bueno y lo que no, no es un santo ya antes de ser siquiera beatificado?

En este punto, me puse yo también a sacar fotos. Enfoqué, al fondo, los portales de la basílica, la puerta Filarte y la ventana en la que tantas veces vimos con angustia a un Wojtyla con parkinson. En las valladas escalinatas de delante se veían macizos de flores de colores, sobre todo amarillas, anunciando los fastos inminentes. La multitud se movía de forma imprevisible y aparecia y desaparecía a diestra y a siniestra del visor de mi cámara y casi me mareaba. Dirigí, entonces, el objetivo hacia los soportales de la derecha. Por allí, un río humano, lenta y pesadamente, avanzaba en fila, tickets en mano, para entrar en la basílica y los museos vaticanos. Todos parecían contentos o, cuando menos, transidos de alguna suerte de bondad. Una mujer me avisó de que se me había caído la cazadora y la recogió y me la entregó con gesto suave. Me puse entonces a hacer algunas anotaciones en mi cuaderno en el centro de la plaza y sentí que alguien me observaba con sana curiosidad hacia ya un tiempo. Lo miré al fin y me sonrió dulcemente, al tiempo que una pareja se besaba candorosamente contra el obelisco.

No me hallaba. Yo no pintaba nada en aquel cuadro. Debía ser el único hijo de la gran puta que no sólo no se creía nada de todo aquello, sino que, además, creía que cualquier tarea de reconstrucción tendría que empezar por demoler el Vaticano. Me fui de allí de inmediato por respeto a tanta buena gente.