26 octubre 2012

Fukushima se hunde: el futuro del mundo depende del reactor 4


Fukushima es el nombre de un lugar que nadie debería ignorar, aunque, por absurdo que parezca, haya gente interesada en que eso ocurra. Aun así, de uno u otro modo, oculta tras un montón de mentiras concienzudamente tejidas, la central nuclear de Fukushima Daiichi ahí sigue, día tras día, desde el pasado 11 de marzo de 2011, como un monstruo que se come la vida silenciosamente y amenaza con engullirlo todo. Al principio las noticias fluían sin freno, en consonancia con la magnitud de la tragedia, sin embargo, pasados unos meses, acabaron convirtiéndose en notas breves, superficiales y esporádicas en los principales medios de información del planeta. Sólo con motivo del primer aniversario de la catástrofe, volverían a ocupar, convertidas ya en crónicas triviales de tono compungido, las portadas de todos los periódicos. Pero fue, en todo caso, un resplandor que se apagó a los pocos días.

En todo este tiempo -19 meses-, los datos se han ido conociendo, entre cifras que bailan, valoraciones encontradas y rectificaciones, de manera confusa. Desde las dimensiones de la zona de exclusión a los años necesarios para desmantelar la central, pasando por la magnitud de las emisiones radiactivas y la prohibición o no de ingerir ciertos alimentos. Se ha hablado de soluciones como sellar las grietas, extraer las barras de combustible o parar los reactores en frío (cold shutdown), soluciones todas ellas obligadas pero no definitivas. Se ha especulado acerca de la tipología de los contaminantes liberados por tierra, mar y aire y de sus efectos perniciosos sobre los organismos... Un escenario sobrecogedor, silenciado con palabras, manejado por políticos incapaces, periodistas adormecidos y gente interesada del lobby nuclear. En diciembre, el primer ministro japonés, Yoshihiki Noda, aseguraba que se había conseguido la parada en frío de los reactores y, sólo un mes después, el ex-diplomático estadounidense Kevin Maher, con motivo de la publicación de su libro The Japan that can't decide, aseguraba que eso era una ficción.

Sea como fuere, lo sepa o no una población enfrascada en sus cuitas económicas y sumida en la inacción frente a cuestiones esenciales, la tragedia de Fukushima es un agujero, cuya magnitud real sigue sin conocerse, por donde parece escapársenos la vida. De poco vale ya seguir culpando a TEPCO (Tokyo Electric Power Company) o al gobierno nipón. ¿Tendría sentido acusar a Jack el Destripador de excesiva rudeza o al Vaticano de potenciar la superstición? Importa sólo la herencia de las generaciones venideras, abandonadas ya a un futuro prácticamente hipotecado. Si en diciembre, por poner un ejemplo, nos aterrorizaba que las cantidades liberadas sólo de cesio equivalieran a 168 bombas nucleares de Hiroshima, ahora, octubre de 2012, es la supervivencia del planeta entero lo que está en peligro. Y no es una patochada ni una alucinación. A primeros de agosto, en una entrevista que está adquiriendo notoriedad en estos días, Mitsuhei Murata, ex-embajador de Japón en Suiza lo exponía con una rotundidad aplastante [vídeo con subtítulos en inglés].



Ya en marzo pasado, Murata había declarado públicamente ante el Budgetary Committee of the House of Councilors que el edificio paralizado que alberga el reactor 4 estaba hundiéndose. Dicho edificio cuenta con una piscina de enfriamiento, situada a 30 metros por encima del suelo y sin protección -el viento se llevó el techo-, con más de 1.500 barras de combustible gastado y una radiación de 37 millones de curios (unas 460 toneladas de combustible nuclear). De continuar progresando el hundimiento (o de registrarse un nuevo seísmo), la estructura podría desplomarse afectando a la piscina común a todos los reactores (seis), de manera que, según Murata, el número total de barras de combustible sería de más de 11.000, lo que supone 134 millones de curios de cesio-137 (85 veces la cantidad liberada en Chernobyl). El resultado es fácil de imaginar: si la piscina se rompe, el combustible, al quedarse en seco, se calentará y explotará, liberando un tsunami de sustancias letales que se extendería por un área muy amplia, lo que podría ocasionar una catástrofe sin precedentes capaz de hacer inhabitable una buena parte del planeta. Hasta el momento, el edificio se ha hundido, desigualmente, más de 80 centímetros.


Semejante panorama, que TEPCO decía tener bajo control en el momento de las declaraciones de Murata y que ahora, 7 meses después, admite plenamente, dista mucho de su solución. Como se ve, la consideración inicial de nivel 7 -el más alto- para Fukushima según la escala INES, que lo convertía en el mayor desastre nuclear tras Chernobyl, empieza a quedarse pequeña, porque, si bien la liberación de material radiactivo al aire fue superior en Chernobyl -hasta el momento-, en lo que respecta al suelo y al mar las cifras resultan aterradoras en el caso japonés.

En un informe difundido en abril pasado elaborado tras una reunión con diplomáticos japoneses para tratar sobre el conflicto de las islas Kuriles, diplomáticos rusos del Ministerio de Asuntos Exteriores mostraban su estupefacción ante el hecho de que sus homólogos nipones les asegurasen que más de 40 millones de habitantes de ciudades del Este, Tokio incluida, podrían tener que ser evacuados al estar en peligro mortal por contaminación radiactiva a raíz de la tragedia de Fukushima Daiichi. De ahí la necesidad de recuperar con urgencia las islas Kuriles. Añadían, además, que China les había ofrecido sus misteriosas ghost cities para albergar a los evacuados. Más claro, imposible.

La proliferación en los 70 de la energía nuclear se había visto frenada con el desastre de Chernobyl (1986), sin embargo, posteriormente, llevadas por el deseo de obtener independencia energética, las naciones se fueron subiendo al carro de las nucleares enarbolando el argumento de que así se contribuía a combatir el calentamiento global, mientras el lobby nuclear se frotaba las manos. Así las cosas, la tragedia de Fukushima se produce cuando, con las energías alternativas al ralentí, se vive un incremento notable de la producción eléctrica de generación nuclear y países como EE.UU., Canadá, Reino Unido, Rusia, Brasil, Irán, China... planean construir nuevos reactores o remozar los viejos. Cabía pensar entonces que, ante tan dantesco escenario, cambiarían las políticas nacionales, tan decisivas para el futuro del planeta, pero, incomprensiblemente, parece que no ha sido así. Esta misma semana se ha sabido que China acaba de levantar su moratoria nuclear y se dispone a construir nuevas centrales. Quién sabe si con la intención de dar uso a sus ghost cities.

En este sentido, la actitud de Estados Unidos, un país bastante afectado por las emisiones radiactivas de Fukushima, es particularmente ruin. A primeros de abril de este año, observadores militares rusos que sobrevolaban la costa oeste detectaron cantidades de radiación sin precedentes. Por las mismas fechas, la Woods Hole Oceanographic Institution confirmaba que una ola de residuos muy radiactivos se movía en la misma dirección -lo que, por otra parte, no era algo nuevo- y diferentes científicos concluían que las algas con partículas radiactivas descubiertas en California tenían la misma procedencia. ¿Por qué entonces EE.UU. ha venido ejerciendo una censura tan férrea ante una catástrofe global que amenaza, como poco, la continuidad del mundo tal como lo conocemos? En la respuesta, probablemente, tendrán algo que ver las 31 centrales nucleares repartidas en su territorio. 31 fukushimas en potencia de las que no conviene que la población tome conciencia.

En fin. El hombre ha creado un monstruo que ahora no puede controlar y ha decidido ocultarlo con mentiras. Si este es nuestro presente, no habrá más opción que la que vaticina Stephen Hawking: o la extinción o la huida al espacio exterior. Sólo queda esperar. De momento, nuestro futuro inmediato depende de lo que pase con ese maldito reactor.

La central nuclear de Fukushima Daiichi antes del desastre
Reactores 4 (izq.) y 3
Reactor 4


16 octubre 2012

Italianos: infringir las reglas, ignorar a quien las viola


En la parada del autobús las personas van acumulándose sin estrés aparente. Cuando llega por fin, con un retraso de 35 minutos, mientras todos se precipitan hacia la única puerta de salida para encontrar asiento, los que salen lo hacen, no menos presurosos, por las dos puertas de entrada. Tampoco los encontronazos y embotellamientos dan la impresión de molestar demasiado a nadie. Ni siquiera a aquellos que se muestran respetuosos de las normas. Después de todo, lo realmente humillante es sentirse sometido a la disciplina de las colas. En el supermercado. En el cine. En la panadería... Sólo la astucia y la indiferencia garantizan el éxito: si no eres lo bastante listo, pasarás horas esperando tu turno.

Desde las bocacalles, coches y motos irrumpen amenazantes ante la apática mirada de unos peatones, invisibles y hostigados hasta la náusea, que no se sienten, no obstante, miserables. Tampoco se está tan mal viendo pasar la vida a la altura de un paso de cebra. Y eso si se camina, porque si se conduce, la perspectiva es todavía más alegre y darwiniana. Tras los cristales tintados, el cittadino alfa tratará de imponerse a pusilánimes y normativistas en su mundo feliz. Las aceras, los pasos de peatones y las zonas reservadas son de su uso exclusivo dei gratia (sólo los epsilones dan vueltas y vueltas a la manzana buscando aparcamiento). No existen los carriles. No hay semáforos. No hay límites de velocidad. E importa poco si hay charcos, negros e inmundos, y salpican. Ci proviamo. La vida es un videojuego y las reglas son simples: basta con colarse por cualquier resquicio. El sonido de un claxon significará que no hay que ralentizarse sólo porque aparezca un ceda el paso. Y coglioni que eres un perfecto gilipollas por pararte delante de un stop.

Ostras, champán, coches, putas y cocaína. Vidas de lujo costeadas con dinero público por parte de políticos de toda condición ideológica y posición jerárquica. Empresas modernísimas de telefonía y energías ecológicas personificadas en jóvenes operadores hastiados de la vida que se pasan por el forro las promesas publicitarias y torean en línea al cliente. En la pescadería del supermercado, 36 euros el kilo de pez espada, putrefacto pero de muy buen ver -químicamente maquillado-, aprovechando que la gente no entiende una mierda de pescado. Canciones de San Remo y Chuck Norris pasada la medianoche en el home cinema del vecino. Portazos por el hueco de la escalera. Tacones de aguja por el techo. Golpes y gritos cada vez que hay fútbol.

Cuando cruzas la calle, entre latas, papeles, plásticos, colillas y cacas de perro, con bolsas de basura de diversos colores en la mano, tratas de ignorar las miradas burlonas de un vecindario que lo echa todo en el contenedor más cercano a la puerta de casa y te preguntas por qué los italianos son tan extremadamente individualistas y manifiestan tan poco interés y respeto por los demás y por el bien común. Una falta recalcitrante de compromiso cívico que ellos mismos reconocen, según una encuesta de La Repubblica, como su primer defecto -la indiferencia y el individualismo son el segundo y el tercero, respectivamente-.

El pasado 8 de septiembre, Giovanni Belardelli, en un artículo aparecido sólo en la versión en papel del Corriere della Sera, lanzaba una curiosa reflexión sobre este grave problema de que adolece Italia y que supone, strictu senso, un acto de agresión flagrante del fuerte sobre el débil bendecido no sólo por quien infringe la ley, sino, también, por quien se muestra indiferente hacia su cumplimiento. Lo copio traducido a continuación.


Indifferenti verso chi viola le regole 
Giovanni Belardelli
Corriere della Sera, pág. 58 (8/10/2012)


El episodio de los trabajos "inflados" de L'Aquila (Corriere, 6 de septiembre) suscita preguntas esenciales sobre qué es o en qué se está convirtiendo nuestro país. Éstos son los hechos: a raíz de un control de la Guardia di Finanza se ha comprobado que en la capital de los Abruzos algunos propietarios de casas se habrían puesto de acuerdo con una empresa para declarar trabajos no realizados (la reparación completa del techo en lugar de una reforma parcial, la instalación de unos andamios que en realidad no se llevó a cabo, etc.) obteniendo así un mayor reembolso por parte del estado. Lo que diferencia este episodio del "típico" escándalo que sucede a un terremoto es la dimensión de la estafa: de 73 expedientes examinados, más de un tercio contendría datos intencionadamente falsos. Incluso considerándolo una muestra no representativa de toda la reconstrucción de L'Aquila, se trata de un porcentaje muy elevado, lo que lleva a preguntarse si y en qué medida la propensión a no respetar las leyes no forma ya parte de la cultura de un sector considerable del país.

Hace algunos años un jurista, Sabino Cassese, observó que la distinción entre lícito e ilícito había sido sustituida en Italia "por escalas de deberes más complejas, según las cuales un comportamiento puede ser obligatorio, recomendado, permitido, censurable, prohibido" (Lo Stato introvabile, Donzelli). En definitiva, como si en la cuna del derecho (escrito) hubiera tomado cuerpo una singularísima forma de common law en virtud de la cual muchos pudieran decidir si una cierta norma o ley puede ser tranquilamente ignorada. Además, ¿no hay tal vez una idea así tras extendidísimos comportamientos como la alta evasión fiscal o la falta de respeto a los límites del "ladrillo" que ha provocado la destrucción del paisaje italiano denunciada, hace poco, por Ernesto Galli della Loggia en este periódico?

La estafa aquilana, cuantitativamente limitada (al menos por el momento) en sus dimensiones, nos devuelve así al viejo tema de la escasa cultura cívica de los italianos, sobre la que circulan hace mucho explicaciones que parecen hechas aposta para ahorrarnos la molestia de ajustar cuentas con el problema. Es inútil, por ejemplo, mencionar una vez más el "familismo amoral" utilizado hace sesenta años por Edward Banfield. El estudioso americano hacía referencia a un pequeño y pobrísimo pueblo de Basilicata, por lo que la falta de cultura cívica que definía con dicha expresión era el producto de un retraso ancestral. El "familismo amoral" de hoy es, a lo sumo, producto (uno de los daños colaterales, podríamos decir) del modo en que tuvo lugar, desde los años 60 en adelante, la gran transformación de la sociedad italiana vinculada a la llegada del bienestar: una transformación que sacude estructuras culturales, valores, criterios de comportamiento vinculados al pasado sin lograr en muchos casos sustituirlos de forma eficaz. Italia, se ha dicho mil veces, habría sufrido la falta de una Reforma protestante. Es posible. Pero en los últimos decenios ha sufrido sin duda los efectos de una acelerada secularización que ha contribuido a minar, en sectores importantes de la sociedad, la distinción entre lo que es lícito y lo que no lo es que se basaba en la tradición católica (y es difícil pensar que los cursos regulares que se siguen en las escuelas puedan tener la misma inmediata fuerza impositiva que los Diez Mandamientos). Poco útil es, asimismo, la explicación que, en años recientes, ha asociado nuestro déficit en cultura cívica con Berlusconi como principal responsable. En efecto, no sólo estamos hablando de fenómenos que preceden la aparición en escena del Cavaliere. También hay que decir que, una vez reconocido cómo la cultura profunda del país se caracteriza por una tendencia generalizada a no respetar las leyes o no pagar los impuestos, parece absurdo sostener —como tantas veces en la polémica antiberlusconiana se ha hecho— que quien hubiera votado contra Berlusconi habría salido inmune de todo ello. Como ingeniosamente declaró en cierta ocasión un representante del PD, el honorable Letta, es ridículo afirmar que las personas honestas están en la izquierda, y que en la derecha se encontrarían todos los que "aparcan en doble fila".

Entre las falsas explicaciones de la falta de cultura cívica de la nación, la más inútil, cuando no la más perjudicial, es la propagada por el Movimento 5 Stelle y, en general, por la actual tendencia antipolítica. No es que no estén justificadísimas las críticas a nuestra clase política y a la resistencia que manifiesta ante cualquier mínima reducción de los privilegios de que goza, pero episodios como los de L'Aquila vienen a confirmar que la idea de una sociedad civil sana contrapuesta a un mundo político cada vez más corrompido no se corresponde con la realidad. Contrariamente, semejante idea termina por ocultar en este punto la probable necesidad de un examen de conciencia general, en una nación que durante demasiado tiempo ha permitido que normas y leyes pudieran ser sorteadas o infringidas, a veces con la aprobación, a menudo con la indiferencia de demasiados de nosotros.