27 enero 2011

Taxi driver

Es muy de mañana y avanzo penosamente rompiendo la sucia niebla de la A-2 con una señora gorda que habla sin parar en el asiento trasero. Yo no la escucho. Ando medio catatónico desde que fui el domingo con mi familia al cine. Total: más de 60 euros. Un exceso suicida para quien jamás llegaría a final de mes de no ser por las ofertas de productos mierdosos de los supermercados.
Espoleado por el recuerdo de los libros de texto aún sin pagar desde septiembre, aprieto el volante mientras me lanzo en un viaje interior tratando de convencerme de que lo mejor es que mis hijos no estudien. De qué me ha servido a mí ser uno de los pocos taxistas de Madrid en conocer a Popper, Wittgenstein o Bertalanffy. A fin de cuentas, me voy diciendo mientras la señora sigue hablando, la vida es lo mismo de siempre: una cruzada imposible de agradecidos frente a miserables. Los 250.000€ anuales de Teddy Bautista. Los doblesueldos de Aznar y del compañero Isidoro. Mi cuñado en el paro. La cara de jesuita de Montilla y la gorda de atrás en bañador. Las imágenes se agolpan en mi cabeza mientras los primeros rayos de sol me van deslumbrando por momentos.
Ya cerca del aeropuerto, cuando los tertulianos de la SER comentan el matrimonio de conveniencia al que ha llegado el gobierno con los fachas por el control de las descargas en la red, noto retortijones en la tripa. El calor excesivo de la calefacción y una subrepticia pero perceptible ventosidad de la señora, que sigue a lo suyo, me hacen bajar la ventanilla para tomar aire y creo ver gente peleando fuera y banderas al viento. Brazos, cabezas, palos y barras de hierro emergen y desaparecen deprisa entre la niebla. Podría subir la hora de taxi a 50€ o meter un suplemento de 100 cada vez que fuera al aeropuerto. Mi mujer iría por Madrid con un Smart y mis hijos tendrían juegos originales en la Wii. Y se acabó ese colegio de castrados intelectuales al que van. Andaríamos de restaurantes todo el rato y hasta podríamos construirnos un chalé por la carretera de Burgos. Hacerme con toda la música que grabó Miles Davis para Columbia no sería un imposible, y me metería buena coca y alcohol mientras la escucho. Probablemente, ahorraríamos incluso un buen dinero que podríamos colocar en algún paraíso fiscal.
Al llegar a Barajas, la niebla ya se ha disipado y la señora se ha callado por fin. Cuando se va, observo su culo de morsa recortado contra el cielo azul de un día espléndido que va sustituyendo poco a poco la guerra de guerrillas que se libra en mi cabeza. No creo yo que los taxistas vayamos a hacer nada por cambiar las cosas. Tendríamos que organizarnos, y no creo. Seguiremos, pues, como hasta ahora: otro colectivo miserable más roto en sus unidades. Como tantos.
Mientras vuelvo a Madrid, empiezo otra vez a ver la niebla y voy diciéndole a la ministra que es una perfecta hijadeputa y que seguiré descargando mientras pueda.