
Lo que hoy está ocurriendo en la Saghya l-Hamra era algo absolutamente esperable. En las últimas décadas, el apoyo de los estados a Marruecos ha sido persistente –especialmente constante el de Francia y España, y, por supuesto, el de Estados Unidos-, y Marruecos no se ha visto jamás forzado a modificar un ápice sus arbitrariedades ancestrales. Ni tan siquiera pasó nada cuando Driss Basri, ministro de Interior en los años de plomo, fue relegado de sus funciones por Mohammed VI –lo que supuso un hito en la creación de expectativas para el Maghreb l-Aqsa que rápidamente quedaron truncadas-. En lo que afecta particularmente a España, no es sólo que se haya apoyado a Marruecos a pesar de su rechazo al plan Baker en sus diferentes versiones, sino que se le ha armado hasta los dientes, lo mismo con el PP que con el PSOE. Este mismo año, España ha sido denunciada por diferentes organizaciones por la venta de armas. Las justificaciones esgrimidas por el gobierno, por boca de Silvia Iranzo, secretaria de estado de Comercio, se movieron entre el cinismo y la banalidad intencionada.

Por otra parte, hay otra perspectiva que no conviene desdeñar. Los gobiernos de Hassan II y, después, de su hijo han descontado durante decenios un significativo porcentaje del sueldo mensual de sus funcionarios para defender la marroquinidad del Sahara -al tiempo que se maquillan con tintes patrióticos el empobrecimiento generalizado de la gente y la desaparición de las clases medias-. En otras palabras: los marroquíes han pagado la integridad territorial con su dinero en cómodas (o no) cuotas mensuales. ¿A ver quién les dice ahora que el Sáhara no es suyo sin que haya un levantamiento popular?
