26 abril 2011

La beatificacion de Juan Pablo II: Roma en éxtasis

Ayer fue fiesta en Italia. Doble fiesta. La Pasquetta o lunedí dell'Angelo y el LXVI Aniversario de la Liberación. Una te invita a quedarte en casa a comer en familia. La otra te empuja a la calle a manifestarte -razones hay-. Yo opté por salir a echar un vistazo.

Apenas crucé la puerta, la primera brisa de aire me acercó el comentario de uno que pasaba: Cazzo, sembra più Natale di Pasqua. È vero, dije yo. El cielo no era el divino cielo preñado de luminosidad que se le presupone a una ciudad eterna en fechas como estas. Era un día gris y ventoso en el que más que llover, había llovido y cientos de miles de cacas de las decenas de miles de perros de Roma, disueltas, se extendían por las ruinosas y desangeladas aceras encharcadas. Parecía, en efecto, un día navideño: todo cerrado, casi nadie por la calle y, además, alguien a punto de nacer en lugar de morir o, a lo sumo, resucitar, como sería lo propio de la Pascua. Y es que el nacimiento de San Juan Pablo II a partir de las cenizas de Karol Wojtyla, cuyas capacidades milagrosas, entre otras, parecen más que probadas, tendrá lugar el próximo domingo, 1 de mayo. Un espectacular y milimétrico montaje el de la beatificación de Juan Pablo II, con todo vendido hace ya tiempo a pesar de que los precios han subido un 300%. Así que, en ese momento, sin saber muy bien de dónde me venía la necesidad, enfilé hacia el Vaticano buscando las señales de un acontecimiento que promete convertir una urbe caótica en un caos supino y proverbial. Porque qué es dios sino verbo, aunque ahora se conjugue en polaco.

Por Monteverde, si bien no en exceso, se iban viendo cada poco carteles y autobuses con la cara del superhéroe eslavo informando del evento inminente. En el Trastevere, por el contrario, todo seguía su curso habitual: olores a comida y tabaco, tiendas abiertas, restaurantes y baretos atestados, músicos por la calle y gente bebiendo y comiendo a la intemperie. La liturgia trasteverina sólo se rige por su propio catecismo. Sin embargo, a medida que me iba alejando, los ecos paganos volvían a ser sustituidos, con fuerza redoblada, por la epifanía del nuevo Advenimiento de San Juan Pablo II el flagelante. Cuando llegué por fin a Via della Conziliazione, al fondo el Vaticano, todo era gente variopinta y multiétnica, autobuses de doble piso rebosantes, pizzerías y restaurantes ruidosos, autoportantes supermercado regentados por dependientes hindis, librerías monoteístas, tiendas de souvenirs... Broches, escapularios, rosarios, estampitas, monedas, bufandas, banderines, gorras, camisetas... Un casino estratégicamente vigilado por furgonas de policía. Y así hasta la mismísima Piazza di San Pietro.

San Pedro era un hervidero humano del que sólo sobresalía su obelisco central. Miles de cámaras ametrallaban cualquier punto del espacio posible. Clic, clic, clic... Apenas había zonas vacías en la impresionante superficie. A mi izquierda, en una pantalla gigantesca, se proyectaba la vida, viajes y milagros -hasta 251 se le atribuyen- del gran Karol Wojtyla. Las imágenes se sucedían sin solución de continuidad con breves subtítulos en 6 lenguas distintas: en Corea, en Grecia, en España, en Colombia, en Paraguay... con huérfanos, con ortodoxos, con ancianos, con musulmanes... dando de comer a un niño, dejándose abrazar por un pobre, mirando con tristeza el horizonte, oyendo con dulzura... La gente que pasaba se iba agolpando frente al monitor. Dos jóvenes grunge se pararon a mi lado, dieron la última calada del canuto y se cogieron de la mano, mientras observaban, absortos, las imágenes. Luego se miraron y se besaron sin complejos. ¿Quién queda por saber que ese hombre de ahí con cara de bueno, que hacía turismo por el mundo, no mostraba embarazo por moverse en un coche ridículo, dirigía un negocio impresionante y decía lo que es bueno y lo que no, no es un santo ya antes de ser siquiera beatificado?

En este punto, me puse yo también a sacar fotos. Enfoqué, al fondo, los portales de la basílica, la puerta Filarte y la ventana en la que tantas veces vimos con angustia a un Wojtyla con parkinson. En las valladas escalinatas de delante se veían macizos de flores de colores, sobre todo amarillas, anunciando los fastos inminentes. La multitud se movía de forma imprevisible y aparecia y desaparecía a diestra y a siniestra del visor de mi cámara y casi me mareaba. Dirigí, entonces, el objetivo hacia los soportales de la derecha. Por allí, un río humano, lenta y pesadamente, avanzaba en fila, tickets en mano, para entrar en la basílica y los museos vaticanos. Todos parecían contentos o, cuando menos, transidos de alguna suerte de bondad. Una mujer me avisó de que se me había caído la cazadora y la recogió y me la entregó con gesto suave. Me puse entonces a hacer algunas anotaciones en mi cuaderno en el centro de la plaza y sentí que alguien me observaba con sana curiosidad hacia ya un tiempo. Lo miré al fin y me sonrió dulcemente, al tiempo que una pareja se besaba candorosamente contra el obelisco.

No me hallaba. Yo no pintaba nada en aquel cuadro. Debía ser el único hijo de la gran puta que no sólo no se creía nada de todo aquello, sino que, además, creía que cualquier tarea de reconstrucción tendría que empezar por demoler el Vaticano. Me fui de allí de inmediato por respeto a tanta buena gente.


















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