16 octubre 2012

Italianos: infringir las reglas, ignorar a quien las viola


En la parada del autobús las personas van acumulándose sin estrés aparente. Cuando llega por fin, con un retraso de 35 minutos, mientras todos se precipitan hacia la única puerta de salida para encontrar asiento, los que salen lo hacen, no menos presurosos, por las dos puertas de entrada. Tampoco los encontronazos y embotellamientos dan la impresión de molestar demasiado a nadie. Ni siquiera a aquellos que se muestran respetuosos de las normas. Después de todo, lo realmente humillante es sentirse sometido a la disciplina de las colas. En el supermercado. En el cine. En la panadería... Sólo la astucia y la indiferencia garantizan el éxito: si no eres lo bastante listo, pasarás horas esperando tu turno.

Desde las bocacalles, coches y motos irrumpen amenazantes ante la apática mirada de unos peatones, invisibles y hostigados hasta la náusea, que no se sienten, no obstante, miserables. Tampoco se está tan mal viendo pasar la vida a la altura de un paso de cebra. Y eso si se camina, porque si se conduce, la perspectiva es todavía más alegre y darwiniana. Tras los cristales tintados, el cittadino alfa tratará de imponerse a pusilánimes y normativistas en su mundo feliz. Las aceras, los pasos de peatones y las zonas reservadas son de su uso exclusivo dei gratia (sólo los epsilones dan vueltas y vueltas a la manzana buscando aparcamiento). No existen los carriles. No hay semáforos. No hay límites de velocidad. E importa poco si hay charcos, negros e inmundos, y salpican. Ci proviamo. La vida es un videojuego y las reglas son simples: basta con colarse por cualquier resquicio. El sonido de un claxon significará que no hay que ralentizarse sólo porque aparezca un ceda el paso. Y coglioni que eres un perfecto gilipollas por pararte delante de un stop.

Ostras, champán, coches, putas y cocaína. Vidas de lujo costeadas con dinero público por parte de políticos de toda condición ideológica y posición jerárquica. Empresas modernísimas de telefonía y energías ecológicas personificadas en jóvenes operadores hastiados de la vida que se pasan por el forro las promesas publicitarias y torean en línea al cliente. En la pescadería del supermercado, 36 euros el kilo de pez espada, putrefacto pero de muy buen ver -químicamente maquillado-, aprovechando que la gente no entiende una mierda de pescado. Canciones de San Remo y Chuck Norris pasada la medianoche en el home cinema del vecino. Portazos por el hueco de la escalera. Tacones de aguja por el techo. Golpes y gritos cada vez que hay fútbol.

Cuando cruzas la calle, entre latas, papeles, plásticos, colillas y cacas de perro, con bolsas de basura de diversos colores en la mano, tratas de ignorar las miradas burlonas de un vecindario que lo echa todo en el contenedor más cercano a la puerta de casa y te preguntas por qué los italianos son tan extremadamente individualistas y manifiestan tan poco interés y respeto por los demás y por el bien común. Una falta recalcitrante de compromiso cívico que ellos mismos reconocen, según una encuesta de La Repubblica, como su primer defecto -la indiferencia y el individualismo son el segundo y el tercero, respectivamente-.

El pasado 8 de septiembre, Giovanni Belardelli, en un artículo aparecido sólo en la versión en papel del Corriere della Sera, lanzaba una curiosa reflexión sobre este grave problema de que adolece Italia y que supone, strictu senso, un acto de agresión flagrante del fuerte sobre el débil bendecido no sólo por quien infringe la ley, sino, también, por quien se muestra indiferente hacia su cumplimiento. Lo copio traducido a continuación.


Indifferenti verso chi viola le regole 
Giovanni Belardelli
Corriere della Sera, pág. 58 (8/10/2012)


El episodio de los trabajos "inflados" de L'Aquila (Corriere, 6 de septiembre) suscita preguntas esenciales sobre qué es o en qué se está convirtiendo nuestro país. Éstos son los hechos: a raíz de un control de la Guardia di Finanza se ha comprobado que en la capital de los Abruzos algunos propietarios de casas se habrían puesto de acuerdo con una empresa para declarar trabajos no realizados (la reparación completa del techo en lugar de una reforma parcial, la instalación de unos andamios que en realidad no se llevó a cabo, etc.) obteniendo así un mayor reembolso por parte del estado. Lo que diferencia este episodio del "típico" escándalo que sucede a un terremoto es la dimensión de la estafa: de 73 expedientes examinados, más de un tercio contendría datos intencionadamente falsos. Incluso considerándolo una muestra no representativa de toda la reconstrucción de L'Aquila, se trata de un porcentaje muy elevado, lo que lleva a preguntarse si y en qué medida la propensión a no respetar las leyes no forma ya parte de la cultura de un sector considerable del país.

Hace algunos años un jurista, Sabino Cassese, observó que la distinción entre lícito e ilícito había sido sustituida en Italia "por escalas de deberes más complejas, según las cuales un comportamiento puede ser obligatorio, recomendado, permitido, censurable, prohibido" (Lo Stato introvabile, Donzelli). En definitiva, como si en la cuna del derecho (escrito) hubiera tomado cuerpo una singularísima forma de common law en virtud de la cual muchos pudieran decidir si una cierta norma o ley puede ser tranquilamente ignorada. Además, ¿no hay tal vez una idea así tras extendidísimos comportamientos como la alta evasión fiscal o la falta de respeto a los límites del "ladrillo" que ha provocado la destrucción del paisaje italiano denunciada, hace poco, por Ernesto Galli della Loggia en este periódico?

La estafa aquilana, cuantitativamente limitada (al menos por el momento) en sus dimensiones, nos devuelve así al viejo tema de la escasa cultura cívica de los italianos, sobre la que circulan hace mucho explicaciones que parecen hechas aposta para ahorrarnos la molestia de ajustar cuentas con el problema. Es inútil, por ejemplo, mencionar una vez más el "familismo amoral" utilizado hace sesenta años por Edward Banfield. El estudioso americano hacía referencia a un pequeño y pobrísimo pueblo de Basilicata, por lo que la falta de cultura cívica que definía con dicha expresión era el producto de un retraso ancestral. El "familismo amoral" de hoy es, a lo sumo, producto (uno de los daños colaterales, podríamos decir) del modo en que tuvo lugar, desde los años 60 en adelante, la gran transformación de la sociedad italiana vinculada a la llegada del bienestar: una transformación que sacude estructuras culturales, valores, criterios de comportamiento vinculados al pasado sin lograr en muchos casos sustituirlos de forma eficaz. Italia, se ha dicho mil veces, habría sufrido la falta de una Reforma protestante. Es posible. Pero en los últimos decenios ha sufrido sin duda los efectos de una acelerada secularización que ha contribuido a minar, en sectores importantes de la sociedad, la distinción entre lo que es lícito y lo que no lo es que se basaba en la tradición católica (y es difícil pensar que los cursos regulares que se siguen en las escuelas puedan tener la misma inmediata fuerza impositiva que los Diez Mandamientos). Poco útil es, asimismo, la explicación que, en años recientes, ha asociado nuestro déficit en cultura cívica con Berlusconi como principal responsable. En efecto, no sólo estamos hablando de fenómenos que preceden la aparición en escena del Cavaliere. También hay que decir que, una vez reconocido cómo la cultura profunda del país se caracteriza por una tendencia generalizada a no respetar las leyes o no pagar los impuestos, parece absurdo sostener —como tantas veces en la polémica antiberlusconiana se ha hecho— que quien hubiera votado contra Berlusconi habría salido inmune de todo ello. Como ingeniosamente declaró en cierta ocasión un representante del PD, el honorable Letta, es ridículo afirmar que las personas honestas están en la izquierda, y que en la derecha se encontrarían todos los que "aparcan en doble fila".

Entre las falsas explicaciones de la falta de cultura cívica de la nación, la más inútil, cuando no la más perjudicial, es la propagada por el Movimento 5 Stelle y, en general, por la actual tendencia antipolítica. No es que no estén justificadísimas las críticas a nuestra clase política y a la resistencia que manifiesta ante cualquier mínima reducción de los privilegios de que goza, pero episodios como los de L'Aquila vienen a confirmar que la idea de una sociedad civil sana contrapuesta a un mundo político cada vez más corrompido no se corresponde con la realidad. Contrariamente, semejante idea termina por ocultar en este punto la probable necesidad de un examen de conciencia general, en una nación que durante demasiado tiempo ha permitido que normas y leyes pudieran ser sorteadas o infringidas, a veces con la aprobación, a menudo con la indiferencia de demasiados de nosotros.

 

 

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