Desde las bocacalles, coches y motos irrumpen amenazantes ante la apática mirada de unos peatones, invisibles y hostigados hasta la náusea, que no se sienten, no obstante, miserables. Tampoco se está tan mal viendo pasar la vida a la altura de un paso de cebra. Y eso si se camina, porque si se conduce, la perspectiva es todavía más alegre y darwiniana. Tras los cristales tintados, el cittadino alfa tratará de imponerse a pusilánimes y normativistas en su mundo feliz. Las aceras, los pasos de peatones y las zonas reservadas son de su uso exclusivo dei gratia (sólo los epsilones dan vueltas y vueltas a la manzana buscando aparcamiento). No existen los carriles. No hay semáforos. No hay límites de velocidad. E importa poco si hay charcos, negros e inmundos, y salpican. Ci proviamo. La vida es un videojuego y las reglas son simples: basta con colarse por cualquier resquicio. El sonido de un claxon significará que no hay que ralentizarse sólo porque aparezca un ceda el paso. Y coglioni que eres un perfecto gilipollas por pararte delante de un stop.
Ostras, champán, coches, putas y cocaína. Vidas de lujo costeadas con dinero público por parte de políticos de toda condición ideológica y posición jerárquica. Empresas modernísimas de telefonía y energías ecológicas personificadas en jóvenes operadores hastiados de la vida que se pasan por el forro las promesas publicitarias y torean en línea al cliente. En la pescadería del supermercado, 36 euros el kilo de pez espada, putrefacto pero de muy buen ver -químicamente maquillado-, aprovechando que la gente no entiende una mierda de pescado. Canciones de San Remo y Chuck Norris pasada la medianoche en el home cinema del vecino. Portazos por el hueco de la escalera. Tacones de aguja por el techo. Golpes y gritos cada vez que hay fútbol.
Cuando cruzas la calle, entre latas, papeles,
plásticos, colillas y cacas de perro, con bolsas de basura de diversos colores en
la mano, tratas de ignorar las miradas burlonas de un vecindario que lo echa todo en el contenedor
más cercano a la puerta de casa y te preguntas por qué los italianos son tan extremadamente individualistas y manifiestan tan poco interés y respeto por los demás y por
el bien común. Una falta recalcitrante de compromiso cívico que ellos mismos reconocen, según una encuesta de La Repubblica, como su primer defecto -la indiferencia y el individualismo
son el segundo y el tercero, respectivamente-.
El pasado 8 de septiembre, Giovanni Belardelli, en un artículo aparecido sólo en la versión en papel del Corriere della Sera, lanzaba una curiosa reflexión sobre este grave
problema de que adolece Italia y que supone, strictu senso, un acto de agresión
flagrante del fuerte sobre el débil bendecido no sólo por quien infringe la ley,
sino, también, por quien se muestra indiferente hacia su cumplimiento. Lo copio traducido a continuación.
Indifferenti verso chi viola le regole
Giovanni
Belardelli
Corriere della Sera, pág. 58
(8/10/2012)
El episodio de los trabajos "inflados" de L'Aquila (Corriere, 6 de septiembre) suscita preguntas esenciales sobre qué es o en qué se está
convirtiendo nuestro país. Éstos son los hechos: a raíz de un control de la Guardia
di Finanza se ha comprobado que en la capital de los Abruzos algunos
propietarios de casas se habrían puesto de acuerdo con una empresa para
declarar trabajos no realizados (la reparación completa del techo en lugar de una
reforma parcial, la instalación de unos andamios que en realidad no se llevó a cabo,
etc.) obteniendo así un mayor reembolso por parte del estado. Lo que diferencia
este episodio del "típico" escándalo que sucede a un terremoto es la
dimensión de la estafa: de 73 expedientes examinados, más de un tercio
contendría datos intencionadamente falsos. Incluso considerándolo una muestra
no representativa de toda la reconstrucción de L'Aquila, se trata de un
porcentaje muy elevado, lo que lleva a preguntarse si y en qué medida la
propensión a no respetar las leyes no forma ya parte de la cultura de un sector
considerable del país.
Hace algunos años un jurista, Sabino Cassese, observó que la distinción
entre lícito e ilícito había sido sustituida en Italia "por escalas de deberes
más complejas, según las cuales un comportamiento puede ser obligatorio,
recomendado, permitido, censurable, prohibido" (Lo Stato introvabile,
Donzelli). En definitiva, como si en la cuna del derecho (escrito) hubiera
tomado cuerpo una singularísima forma de common law en virtud de la cual muchos
pudieran decidir si una cierta norma o ley puede ser tranquilamente ignorada. Además,
¿no hay tal vez una idea así tras extendidísimos comportamientos como la alta
evasión fiscal o la falta de respeto a los límites del "ladrillo" que ha provocado la destrucción
del paisaje italiano denunciada, hace poco, por Ernesto Galli della Loggia en
este periódico?
La estafa aquilana, cuantitativamente limitada (al menos por el momento) en
sus dimensiones, nos devuelve así al viejo tema de la escasa cultura cívica de
los italianos, sobre la que circulan hace mucho explicaciones que parecen
hechas aposta para ahorrarnos la molestia de ajustar cuentas con el problema.
Es inútil, por ejemplo, mencionar una vez más el "familismo amoral"
utilizado hace sesenta años por Edward Banfield. El estudioso americano hacía referencia a un pequeño y pobrísimo pueblo de Basilicata, por lo que la falta de
cultura cívica que definía con dicha expresión era el producto de un retraso ancestral.
El "familismo amoral" de hoy es, a lo sumo, producto (uno de los
daños colaterales, podríamos decir) del modo en que tuvo lugar, desde los años
60 en adelante, la gran transformación de la sociedad italiana vinculada a la llegada
del bienestar: una transformación que sacude estructuras culturales,
valores, criterios de comportamiento vinculados al pasado sin lograr en muchos
casos sustituirlos de forma eficaz. Italia, se ha dicho mil veces, habría
sufrido la falta de una Reforma protestante. Es posible. Pero en los últimos
decenios ha sufrido sin duda los efectos de una acelerada secularización que ha
contribuido a minar, en sectores importantes de la sociedad, la distinción
entre lo que es lícito y lo que no lo es que se basaba en la tradición católica
(y es difícil pensar que los cursos regulares que se siguen en las escuelas
puedan tener la misma inmediata fuerza impositiva que los Diez Mandamientos). Poco
útil es, asimismo, la explicación que, en años recientes, ha asociado nuestro
déficit en cultura cívica con Berlusconi como principal responsable. En efecto, no sólo estamos hablando de fenómenos que preceden la aparición en escena
del Cavaliere. También hay que decir que, una vez reconocido cómo la cultura profunda
del país se caracteriza por una tendencia generalizada a no respetar las leyes
o no pagar los impuestos, parece absurdo sostener —como tantas veces en la
polémica antiberlusconiana se ha hecho— que quien hubiera
votado contra Berlusconi habría salido inmune de todo ello. Como ingeniosamente declaró en cierta ocasión un representante del PD, el
honorable Letta, es ridículo afirmar que las personas honestas están en la
izquierda, y que en la derecha se encontrarían todos los que "aparcan en
doble fila".
Entre las falsas explicaciones de la falta de cultura cívica de la nación,
la más inútil, cuando no la más perjudicial, es la propagada por el
Movimento 5 Stelle y, en general, por la actual tendencia antipolítica. No es que no estén justificadísimas las críticas
a nuestra clase política y a la resistencia que manifiesta ante cualquier
mínima reducción de los privilegios de que goza, pero episodios como los de
L'Aquila vienen a confirmar que la idea de una sociedad civil sana contrapuesta a un mundo político cada vez más corrompido no se corresponde con
la realidad. Contrariamente, semejante idea termina por ocultar en este
punto la probable necesidad de un examen de conciencia general, en una nación que durante
demasiado tiempo ha permitido que normas y leyes pudieran ser sorteadas o
infringidas, a veces con la aprobación, a menudo con la indiferencia de
demasiados de nosotros.
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