Fukushima es el nombre de un lugar que nadie debería ignorar, aunque, por
absurdo que parezca, haya gente interesada en que eso ocurra. Aun así, de uno u
otro modo, oculta tras un montón de mentiras concienzudamente tejidas, la
central nuclear de Fukushima Daiichi ahí sigue, día tras día, desde el pasado
11 de marzo de 2011, como un monstruo que se come la vida silenciosamente y amenaza
con engullirlo todo. Al principio las noticias fluían sin freno, en consonancia
con la magnitud de la tragedia, sin embargo, pasados unos meses, acabaron
convirtiéndose en notas breves, superficiales y esporádicas en los principales medios
de información del planeta. Sólo con motivo del primer aniversario de la
catástrofe, volverían a ocupar, convertidas ya en crónicas triviales de tono compungido, las portadas de todos los periódicos. Pero fue, en
todo caso, un resplandor que se apagó a los pocos días.
En todo este tiempo -19 meses-, los datos se han ido conociendo, entre
cifras que bailan, valoraciones encontradas y rectificaciones, de manera
confusa. Desde las dimensiones de la zona de exclusión a los años necesarios
para desmantelar la central, pasando por la magnitud de las emisiones radiactivas y la prohibición o no de ingerir ciertos alimentos. Se ha hablado de soluciones
como sellar las grietas, extraer las barras de combustible o parar los
reactores en frío (cold shutdown),
soluciones todas ellas obligadas pero no definitivas. Se ha especulado acerca de la tipología de los contaminantes liberados por tierra, mar y aire y de sus efectos perniciosos sobre los organismos... Un escenario sobrecogedor, silenciado con palabras, manejado por políticos incapaces,
periodistas adormecidos y gente interesada del lobby nuclear. En diciembre, el primer ministro japonés, Yoshihiki Noda, aseguraba que se había conseguido la parada en frío de los reactores y, sólo un
mes después, el ex-diplomático estadounidense Kevin Maher, con motivo de la publicación de su libro The Japan that can't decide, aseguraba que eso era
una ficción.
Sea como fuere, lo sepa o no una población enfrascada en sus cuitas
económicas y sumida en la inacción frente a cuestiones esenciales, la tragedia
de Fukushima es un agujero, cuya magnitud real sigue sin conocerse, por donde
parece escapársenos la vida. De poco vale ya seguir culpando a TEPCO (Tokyo
Electric Power Company) o al gobierno nipón. ¿Tendría sentido acusar a Jack
el Destripador de excesiva rudeza o al Vaticano de potenciar la superstición? Importa
sólo la herencia de las generaciones venideras, abandonadas ya a un futuro
prácticamente hipotecado. Si en diciembre, por poner un ejemplo, nos
aterrorizaba que las cantidades liberadas sólo de cesio equivalieran a 168 bombas nucleares de
Hiroshima, ahora, octubre de 2012, es la
supervivencia del planeta entero lo que está en peligro. Y no es una patochada
ni una alucinación. A primeros de agosto, en una entrevista que está
adquiriendo notoriedad en estos días, Mitsuhei Murata, ex-embajador de Japón en
Suiza lo exponía con una rotundidad aplastante [vídeo con subtítulos en inglés].
Ya en marzo pasado, Murata había declarado públicamente ante el Budgetary Committee of the House of Councilors que el edificio
paralizado que alberga el reactor 4 estaba hundiéndose. Dicho edificio cuenta
con una piscina de enfriamiento, situada a 30 metros por encima del suelo y sin
protección -el viento se llevó el techo-, con más de 1.500 barras de
combustible gastado y una radiación de 37 millones de curios (unas 460
toneladas de combustible nuclear). De continuar progresando el hundimiento (o de
registrarse un nuevo seísmo), la estructura podría desplomarse afectando a la
piscina común a todos los reactores (seis), de manera que, según Murata, el
número total de barras de combustible sería de más de 11.000, lo que
supone 134 millones de curios de cesio-137 (85 veces la cantidad liberada
en Chernobyl). El resultado es fácil de imaginar: si la piscina se rompe, el
combustible, al quedarse en seco, se calentará y explotará, liberando un tsunami
de sustancias letales que se extendería por un área muy amplia, lo que podría ocasionar una
catástrofe sin precedentes capaz de hacer inhabitable una buena parte del
planeta. Hasta el momento, el edificio se ha hundido, desigualmente, más de 80 centímetros.
En un informe difundido en abril pasado elaborado tras una reunión con
diplomáticos japoneses para tratar sobre el conflicto de las islas Kuriles,
diplomáticos rusos del Ministerio de Asuntos Exteriores mostraban su
estupefacción ante el hecho de que sus homólogos nipones les asegurasen que más
de 40 millones de habitantes de ciudades del Este, Tokio incluida, podrían
tener que ser evacuados al estar en peligro mortal por contaminación radiactiva
a raíz de la tragedia de Fukushima Daiichi. De ahí la necesidad de recuperar con
urgencia las islas Kuriles. Añadían, además, que China les había ofrecido sus
misteriosas ghost cities para albergar a los evacuados. Más
claro, imposible.
La proliferación en los 70 de la energía nuclear se había visto frenada con el desastre de Chernobyl (1986), sin embargo, posteriormente, llevadas por el deseo de obtener independencia energética, las naciones se fueron subiendo al carro de las nucleares enarbolando el argumento de que así se contribuía a combatir el calentamiento global, mientras el lobby nuclear se frotaba las manos. Así las cosas, la tragedia de Fukushima se produce cuando, con las energías alternativas al ralentí, se vive un incremento notable de la producción eléctrica de generación nuclear y países como EE.UU., Canadá, Reino Unido, Rusia, Brasil, Irán, China... planean construir nuevos reactores o remozar los viejos. Cabía pensar entonces que, ante tan dantesco escenario, cambiarían las políticas nacionales, tan decisivas para el futuro del planeta, pero, incomprensiblemente, parece que no ha sido así. Esta misma semana se ha sabido que China acaba de levantar su moratoria nuclear y se dispone a construir nuevas centrales. Quién sabe si con la intención de dar uso a sus ghost cities.
En este sentido, la actitud de Estados Unidos, un país bastante afectado
por las emisiones radiactivas de Fukushima, es particularmente ruin. A primeros
de abril de este año, observadores militares rusos que sobrevolaban la costa
oeste detectaron cantidades de radiación sin precedentes. Por las mismas
fechas, la Woods Hole Oceanographic Institution confirmaba que una ola de
residuos muy radiactivos se movía en la misma dirección -lo que, por otra
parte, no era algo nuevo- y diferentes científicos concluían que las algas con partículas radiactivas descubiertas en California tenían la misma procedencia. ¿Por
qué entonces EE.UU. ha venido ejerciendo una censura tan férrea ante una
catástrofe global que amenaza, como poco, la continuidad del mundo tal como lo conocemos? En la
respuesta, probablemente, tendrán algo que ver las 31 centrales nucleares
repartidas en su territorio. 31 fukushimas en potencia de las que no conviene
que la población tome conciencia.
En fin. El hombre ha creado un monstruo que ahora no puede controlar y ha decidido ocultarlo con mentiras. Si este es nuestro presente, no habrá más opción que la que vaticina Stephen Hawking: o la extinción o la huida al espacio exterior. Sólo queda esperar. De momento, nuestro futuro inmediato depende de lo que pase con ese maldito reactor.
La central nuclear de Fukushima Daiichi antes del desastre |
Reactores 4 (izq.) y 3 |
Reactor 4 |
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