Cuando llega, casi siempre atraído por sus playas, su persistente sol y su clima templado, el turista no suele mostrar el más mínimo interés por los pliegues de la memoria anfibia de Isla Calavera -Paul Bowles decía que el turista no es un viajero, sino un idiota de viaje-. Pero Isla Calavera tuvo un pasado y, si algún visitante muestra interés por él -pienso en los romanos recién llegados a la Turdetania preguntando por el pueblo tartesio-, lo que aflora son las conjeturas, la mitología autocomplaciente y la extrema incultura del nativo poniéndose estupendo ante un tiempo primigenio del que apenas tiene nociones y que, en cualquier caso, es incapaz de valorar.
Hubo, pues, aunque sólo perviva en escorzo en algunas cabezas, una edad de la inocencia que hoy queda muy al margen de las guías turísticas. Un tiempo de espacios abiertos y lagunas vivas, de casas encaladas y patios vecinales, y de seres que, junto con el hombre, atestaban la tierra y la marisma cuando el mar escupía peces inmensos. Un tiempo de niños que recorrían las calles y las huertas cavando agujeros buscando agua potable, y de viejos que lijaban en silencio las puntas de sus anzuelos oxidados.
Hubo, pues, aunque sólo perviva en escorzo en algunas cabezas, una edad de la inocencia que hoy queda muy al margen de las guías turísticas. Un tiempo de espacios abiertos y lagunas vivas, de casas encaladas y patios vecinales, y de seres que, junto con el hombre, atestaban la tierra y la marisma cuando el mar escupía peces inmensos. Un tiempo de niños que recorrían las calles y las huertas cavando agujeros buscando agua potable, y de viejos que lijaban en silencio las puntas de sus anzuelos oxidados.
Tiempo de soles despeñados del atardecer hacia poniente hoy rotos por macrohoteles que esperan a ser devastados por las bombas que ponga algún valiente mientras suenan Los Pixies en sus cascos (In sleepy west of the woody east, is a valley full, full of pioneer…). Eléctricos ocasos, contra los que se recortaba la figura encorvada de mi tío a la caza de pulpos y de sepias, mermados hoy hasta la aniquilación por la fuerza imperativa del hormigón y la chorrada. Frágil asiento de líquenes y sueños convertido en sucias avenidas atestadas de coches y cagadas de perro. Ritmo y cadencia de ecos ancestrales apagados por los rugientes coches tuneados de los canis y la insufrible cantinela que escupen los altavoces que el think-tank del ayuntamiento ha tenido a bien repartir por toda la ciudad.
Isla Cristina no aparece, pues, en ningún sitio. Ni siquiera en la Breve guía de lugares imaginarios de Manguel y Guadalupi. Pero está ahí, por todas partes, como epítome de tantos lugares masacrados por ayuntamientos de bajo perfil que han hecho de la idea del progreso continuo un velo para la mediocridad y un disfraz para los oscuros intereses. Ruina sepultada, en definitiva, bajo toneladas de fango y estupidez humana, el viajero tendrá que saber buscarla, porque Isla Crristina fue real como la vida misma. Yo la encontré en la mirada limpia, ajena al futuro incierto de su tiempo, de los niños de la foto. Una vieja foto que encontré en un mercadillo en cuyo envés aparecía escrito A mis abuelitos con todo el cariño de sus nietecitos, I.C. 1965. Aquí dejo constancia de ese dato.
Se pueden hacer cosas
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