Un matrimonio italiano que, harto de miserias y de pedir ayuda, echa el cerrojo en la ciudad de Bari, tras dejar una nota explicativa: "Leeréis en los periódicos con cuánta dignidad saben morir dos ciudadanos asqueados de la hipocresía y de vosotros, los políticos." Padres griegos que, ahogados en un mar insolvente de tristeza -Grecia tiene la tasa de suicidios más alta de Europa-, optan por abandonar a sus hijos por calles, escuelas o gasolineras como mascotas en verano. En España, un electricista de Hospitalet en paro, pendiente de juicio por ocupación ilegal y depresivo, que, tras ser echado a la calle con mujer e hijo, decide ahorcarse en un parque a la vista de todos. Una anciana madrileña de 84 años, con cáncer y al cuidado de un hijo discapacitado de 55 años, a la que desahucian mientras está ingresada en el hospital. Menores de 25 trabajando por 400 euros al mes en condiciones laborales incomprensibles sólo dos años atrás. Jóvenes investigadores que pierden sus ayudas económicas en mitad de sus tesis...
Políticos que recortan derechos y reajustan vidas ajenas hasta asfixiarlas que se embolsan, como Rajoy (550.000 euros anuales) o Cospedal (280.000), cuantiosas sumas de dinero. Plusmarquistas del pluriempleo como la presidenta de la Diputación de León o el alcalde de El Barco de Ávila, que cobran de 12 y 13 cargos públicos respectivamente. Banqueros como Rodrigo Rato, que en 2011 se metió en la talega 2.340.000 euros, ajeno al hecho de que Bankia, la entidad bancaria que preside, ha recibido 4.465 millones de euros de fondos públicos, esto es, del dinero de la gente. Empresarios corruptos amparados por la justicia. Clérigos fariseos -muchos de ellos experimentados pederastas- ejerciendo de martillo de herejes contra los excluidos. Miembros de la realeza como Cristina de Borbón, enriquecida a costa de expoliar a sus súbditos...
No son estas más que unas pocas muestras, tomadas al azar, de la cara y la cruz de una sociedad arbitraria y humillante en la que millones de parias han sido abandonados a una reforma laboral, auspiciada por gobiernos y empresarios, que arrasa a su paso derechos seculares, logrados muchas veces con sangre, cuya desaparición convierte al individuo en una mercancía barata y dibuja un paisaje explosivo. El Antiguo Régimen, caracterizado por una profunda fractura social, parece mantener su vigor en pleno siglo XXI: siervos y nobles, desde el rey a los concejales de un pequeño pueblo, componen un modelo sociopolítico irrecuperable que ha llegado a un punto de no retorno cuya salida no puede ser otra que su radical liquidación.
Millones de zombis vagando desnortados entre la injusticia y la falta de representatividad conforman un panorama preapocalíptico -peor que el anterior, mejor que el que viene- que alberga en su interior una bomba social que, incomprensiblemente, no termina de explotar, lo que constituye una realidad sorprendente para la que se han apuntado diferentes razones. Desde el miedo a que te señalen con el dedo al individualismo que deriva de la deificación del consumismo, pasando por el rechazo a admitir que el estado del bienestar no es más que historia, la dócil aceptación de los hechos como inevitables, la desconfianza en la rentabilidad de las protestas, el recelo hacia partidos y sindicatos o el constructo que suministra una prensa políticamente correcta, sin compromiso ideológico y de pensamiento único. Se ha llegado a decir, incluso, que la falta de un sentimiento de adscripción a una clase -en relación con la sustitución del binomio patrón/obrero por el de izquierda/derecha que ha tenido lugar en época reciente- podría contribuir a retrasar el momento de la detonación.
Sin embargo, nada es para siempre. Y ahora que las familias, colchón habitual de las penurias de los jóvenes, se ven empobrecidas y las ayudas al desempleo se baten en franca retirada, la evolución hacia un escenario de insubordinación civil y violencia gana enteros cada día que pasa. Que la nobleza no lo vea ni haga nada por evitarlo, tal vez se explique por su ceguera mental o por un musculoso sentimiento de seguridad en sí misma. De momento, tal como recoge el BOE del 31 de diciembre, el gobierno de Rajoy se ha gastado 1,5 millones de euros en gases lacrimógenos. Sea como fuere, si son tiempos convulsos, parece que habrán de serlo para todos. Ha quedado definitivamente atrás el tiempo en que el descontento servía solo para inspirar presentaciones en powerpoint con las que castigábamos a los amigos vía email. Hoy, la posibilidad de un estallido social está más cerca que nunca de convertirse en una realidad nada virtual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario